En la entrega del “Premio nacional de literatura” a nuestro amigo escritor José Mármol, que se celebró el martes pasado, don José Luis Corripio me decía que él recordaba siempre la imagen del monaguillo que yo usé en el 2004 en ése mismo escenario para describir mi impacto ante la figura de Trujillo. Y pensé de inmediato que ése hecho me llevó a valorar el poder de la palabra, y su íntima relación con la libertad.
Don Pepín me hablaba del siguiente hecho, que narré aquella vez que recibí el Premio Nacional de Literatura, en el 2004:
“En la misa de cuerpo presente que se le hizo al general Ludovino Fernández, en la iglesia San Juan Bosco, el 14 de abril de 1958; el niño que movía el incensario era yo. Trujillo había llegado despacio y se había colocado en silencio a mis espaldas. En uno de los giros que daba el incensario, el rostro de Trujillo apareció súbitamente ante mis ojos. Yo era tan solo un niño, frente a ese falso infinito que su humanidad desplegaba, mi rostro de muchacho se extasiaba como en la relación que se establece entre Dios y el hombre. Dios es como un prójimo, pero Trujillo era un Dios distante que no estaba inscrito en las cosas, como el Dios de los místicos de quien habla San Juan de la Cruz. Con su cara rosada, maquillado para alejarlo del común de los mortales, sus medallas deslumbrantes desviaban la luz de los cirios. En el fondo del cielo de su grandeza, esa presencia no me concernía. Yo era una brizna, una insignificancia, frente a un ser tan superior como él, un signo celeste, que se movía incómodo en el poco de humanidad que le quedaba”.
¡Que en esta encrucijada no muera la palabra! ¡Que no nos calle ni el miedo, ni el dinero, ni la corrupción!
Eso fue lo que yo dije entonces. Pero mis ojos de niño lo cifraron. Sin saber por qué tenía el presentimiento de que algún día lo describiría. Creo que entonces inicié la vanidad sublime y cándida de descubrir las palabras.
¿Por qué las palabras se expandían reviviendo las acciones, y empinando sobre la majestad de los hechos el hormigueo de un mundo inventado? ¿Quién gobierna esas hilachas milagrosas de sonidos que salen de nuestras bocas y que ponen en funcionamiento la complejidad del pensamiento humano? ¿Por qué las palabras tienen ese espesor infinito, esa magia que permite hacer regresar el pasado, reconstituir el presente y desteñirse sobre las cosas como si fueran ellas las que inventaran la realidad?
¡Oh, Dios! Aquel niño que movía el incensario, sólo muchos años después, intentaría describir el labio hinchado de poder y soberbia del déspota más engreído de la historia americana. Fue con la desaparición de Trujillo que quitamos los cerrojos de las palabras, hicimos poemas, contamos historias, nos desgarramos gritando el sueño de unareconquista de nosotros mismos, casi perdidos y tomados por los bríos del ideal, con las camisas en llamas, jurando exterminar la explotación del hombre por el hombre.
Todos nos quedamos agitando pañuelos en la noche, buscando nuevas palabras para vestir esfinges, esculpiendo la ironía básica que nos permitiría entender los terribles caminos que se abrían por delante.Ahora, todo se ha desplomado. ! Menos la palabra!Ya no somos los mismos, pero tampoco le asignamos a la muerte la clarividencia que la vida no tiene. Vivimos en una sociedad secuestrada, tan alejada del ideal por el que luchamos que hemos vuelto a temer por la palabra.
¡Que en esta encrucijada no muera la palabra! ¡Que no nos calle ni el miedo, ni el dinero, ni la corrupción! Todo lo que nuestras almas anhelaban estaba en el descubrimiento alborozado de la palabra Libertad.
Que el cinismo no nos condene al silencio. Que las horas de abyección y miedo por las que pasamos no llenen de costra el espíritu, y que estos aciagos instantes en los cuales los ladrones son héroes y paradigmas y gobiernan todas las instituciones públicas, no sirvan más que para fortalecer esa conquista del alma que es la palabra libre, no contaminada por la mentira ni por el miedo a quienes tienen, además de un gran poder político, un enorme poder económico.
Yo creo que me quedé siendo para siempre, ese niño que mueve el incensario.