En la universidad, en aquellos tensos tiempos de reforma, solía escucharse de labios de profesores y estudiantes, sin mucha convicción en la mayoría de los casos, frases extraídas a capricho de “El capital” y de “La sagrada familia”, como aquella de este último que decía, si la memoria no me falla, más o menos lo siguiente: “Las cosas no pueden ir bien en Inglaterra, mientras los bienes no sean comunes; mientras haya villanos y gentiles hombres”.

No conozco de primera mano cómo van las cosas en Inglaterra, pero a juzgar por lo que se lee y observa, aquellos rufianes en la concepción marxista resultaron más productivos para su país que todos esos ilusos, pasados y presentes, que creyeron y continúan insistiendo en que la historia es predecible. Error que Clemenceau se encargó de corregir después al decir que no ocurre nada importante “sin que intervenga el azar”.Una lección que nos confirma cada día la dura tarea de sobrevivir a los desafíos que el destino y la casualidad ponen ante nosotros.

La fatalidad nacional, es seguir alentando la vana esperanza de que podemos resolver los problemas presentes o construir el futuro en manos de gobiernos que confunden su papel de  protector de los derechos ciudadanos, con el de promotor de negocios y conductor de la economía, cuando la experiencia en ese campo ha sido nefasta en todo el mundo y, particularmente, entre nosotros. Las consecuencias desconsoladoras de ese anacronismo filosófico pueden citarse a montones. Los empleos improductivos de las nóminas secretas, que no originan valor agregado y enferman las finanzas públicas, frente a los cientos de miles de puestos de trabajo resultantes de actividades lucrativas como las de las empresas privadas, en la industria y el comercio, que generan impuestos y divisas y fomentan una economía de libre competencia, en la que el talento y la dedicación hacen la diferencia.