Una sonrisa apenas reprimida se apodera de mis labios cuando para alivio de su conciencia amigos divorciados o separados me comunican que a sus hijos no les falta nada, absolutamente nada- ropa, pago de colegio, alimentación, campamentos de verano, seguro médico, gastos de recreación etc. – creyendo de manera farisea que esos aportes justifican el abandono de su pareja. Reconozco la importancia de los mismos, pero es la atención afectiva incesante, la presencia diaria que alienta la emulación, y el estímulo constante y continuo a las tendencias y vocaciones filiales lo esperado en toda paternidad responsable.
En sus años finales, una madre amiga caracterizada por su pragmatismo y sabiduría frente a la realidad, me expresaba bajando un poco el tono de su voz que los hijos son en definitiva un malestar y una deformación de nueve meses, y una preocupación para toda la vida. No obstante tener casados a todos sus hijos que les habían dado nietos y biznietos, las madres viven siempre en un perenne sobresalto pensando en las contingencias, reales o imaginarias, que puedan sobrevenirles a sus descendientes directos.
Cuando estudiaba en París mi asesor de Tesis con reiteración decía que dos actitudes masculinas eran muy aconsejables para el bienestar de la sociedad: la primera que aunque ella fuera profesional – entiéndase su mujer – las esposas jamás deberían ejercer su profesión ya que su misión esencial era la crianza y educación de sus hijos. La segunda imponerse la obligación de asistir al alumbramiento de su consorte. A su juicio esto contribuiría a la armonía familiar y a la vez a un mayor respeto hacia la mujer.
No se vaya a pensar que la crianza de los muchachos es la única ocupación ejercida por la mujer, pues aunque sabemos que es lo primordial debemos consignar que el ocultamiento constante de sus imperfecciones corporales gracias al uso cotidiano de cosméticos y variados artilugios y sobre todo, el permanente e incierto combate para prevenir o reducir a su mínima expresión los estragos físicos provocados por el paso del tiempo, también deben ser agregadas a sus obstinaciones existenciales.
Una parte nada desdeñable de su tiempo lo utilizan las mujeres no solamente para disimular sus defectos faciales o somáticos sino para simular excelencias que no poseen, y estas performances son logradas en virtud de una técnica o procedimiento llamado maquillaje – make–up en inglés – que en la actualidad ha adquirido la categoría de Arte y cuyos componentes guardan con esmero en sus bolsos o carteras teniendo el estatus de residentes a perpetuidad en los mismos.
Cuando quienes se asoman a la cara o al cuerpo femenino no son huéspedes de fácil encubrimiento sino las inquietantes señales del ineluctable paso de los años, las que disponen de recursos monetarios recurren a tratamientos o dietas torturantes y en casos extremos a las cirugía correctiva, aunque las que se deciden por esta última alternativa para burlar al Tiempo – éste solo le teme a las Pirámides de Egipto – siempre están condenadas a posteriores retoques, rectificaciones.
No sería ocioso destacar que contrariamente a la opinión popular las mujeres no se maquillan, visten o pasan por el quirófano pensando con ello incitar sexualmente a los hombres, porque sus intenciones reales obedecen a estas dos motivaciones: la primera para autocomplacerse, sentirse bellas, regias y la segunda, no siempre admitida por la mayoría de ellas, consiste en suscitar la envidia, los celos en sus compañeras de sexo ya que parecen vivir en un permanente estado de comparación, confrontación entre si.
Las mujeres han adquirido tal pericia en vivir equiparándose a las otras, que si un hombre – en esto somos ciegos – desea conocer los defectos físicos o imperfecciones de su novia o una amiga, la mejor juez es hacerse acompañar de una mujer para que ésta observe su fotografía o la vea personalmente. Por experiencia les diré que nunca fallan en sus juicios estéticos, recordando en estos momentos un ligero estrabismo y un mínimo rastro de labio leporino descubierto en una muchacha que me parecía facialmente impecable. Sólo otra mujer era capaz de detectarlo.
En los años 50 del pasado siglo acostumbraba asistir a los juicios celebrados en los diferentes tribunales existentes en el antiguo Palacio de Justicia de la calle San Luís de Santiago, sobre todo cuando habían escandalosos divorcios y separaciones conyugales. Desde aquel entonces me convencí que el fundamento invocado para la concesión de la ruptura no era la consabida incompatibilidad de caracteres sino mas bien el desacomodo íntimo de la pareja al ser la mujer fisiológica y cerebralmente muy diferente a los hombres. Ni superiores ni inferiores, son distintas.
Al concederle más importancia a la intuición que a la inteligencia, las mujeres basándose en ciertas premisas que solo ellas conocen son capaces de adivinar el nivel de confiabilidad de lo que un hombre dice sin importar sus esfuerzos en ser creído. Por eso un conocido empresario acostumbra recibir inversionistas, políticos y negociantes acompañado siempre de su mujer, la cual no interviene en las conversaciones ya que su callada misión consiste en mirar atentamente al interlocutor de su marido para evaluar la credibilidad de lo que expresa. Su tasa de aciertos es elevadísima.
En base a todas las reflexiones que hasta el momento hemos evocado concernientes al imprescindible rol de las mujeres en la crianza de los niños y como asistente y soporte de las decisiones asumidas por su pareja, se me hace cuesta arriba creer que los frecuentes feminicidios de los que a menudo somos testigos – antes lo normal era que los hombres se mataran entre ellos, no a las mujeres, y por eso el uso extendido del término homicidio – sean causados por esa querencia tan sublime como es el amor.
En muchos casos se quiere dar la impresión que estos sangrientos episodios seguidos por el subsecuente suicidio del autor son tristes emulaciones de amores trágicos como los de Romeo y Julieta, Pablo y Virginia, los Amantes de Teruel y el de Jacobito de Lara y Emilia Michel, cuando en el fondo se trata en realidad del desenlace cruento de mezquinas pasiones ajenas a cualquier tipo de afectos, que por el actual disfrute de los derechos y prerrogativas conferidas a la mujer en la sociedad se exteriorizan en individuos peligrosamente posesivos.
La mayoría de los feminicidias consideran a sus parejas como una especie de mascota, una compañera cuyo único rol es complacerle sexualmente cuando se le requiere, una subordinada bajo cualquier circunstancia, una sirvienta para que le cocine, lave, limpie y atienda a los muchachos, alguien dispuesta a soportar en silencio sus infidelidades en fin, un bien semoviente – como dicen los expertos – dependiente de su autoridad las cuales pueden tener voz – baja desde luego – pero nunca voto en sus desatinadas disposiciones.
Micaela, písame fino! Puedes usar pantalones pero aquí quién los lleva soy yo! No quiero verte sola en la calle ni visitas en la casa cuando no esté ¡ No hables tanto con esa vecina que no me gusta nada! pueden formar parte de las recomendaciones que un potencial feminicida le dirige a su pareja con la única finalidad de no perder su propiedad, su uso, de la cual puede estar temeroso frente al alud de pretendientes que de acuerdo a su delirante imaginación amenazan su posesión.
Si con el paso del tiempo la pasión que los mantenía juntos se debilita, agota y desaparece provocando su separación y final alejamiento, no lamenta el extrañamiento de los hijos y el amor que en un principio surgió entre ambos sino los invaluables servicios domésticos que su antigua criada le brindaba, haciendo crisis si la ve en compañía de un nuevo querendón al esto significar la pérdida definitiva de lo que consideraba de su absoluta propiedad.
Como a la hora actual las mujeres estudian en las universidades, leen mucho, ejercen profesiones, interactúan a diario con hombres de todo pelaje, son independientes mental y económicamente, tienen los mismos derechos que nosotros liberándose así de la tutela familiar y androcéntrica, notamos que únicamente en la literatura y en la retorcida mente de los feminicidas puede plantearse el dilema aquel de serás mía y de nadie más, cuando en efecto, o no son de nadie o son – no para siempre – de quien quieran ser.
De acuerdo al Observatorio de Igualdad de Género de América Latina y El Caribe – OiG-, en este continente nuestro país junto a El Salvador exhiben la mayor tasa de feminicidios en la región, pues las estadísticas oficiales revelan que unas 102 mujeres – en el presente año 2017 van 49 – son asesinadas anualmente por sus compañeros sentimentales o ex–parejas. Según el Ministerio de La Mujer de aquí, un feminicidio está ocurriendo cada cuarenta y ocho horas. Esto es una barbaridad en una tierra donde se dice que no son tocadas ni con el pétalo de una rosa.
Estos números solo se refieren a la violencia física extrema no consignando las casos de violencia emocional o psicológica, la gineco-obstértrica, la ciberviolencia, la mediática y la institucional que por su cotidianidad, reiteración y elevado número no son contabilizados, no obstante la existencia de la Procuraduría General adjunta para asuntos de Mujer, La Comisión Nacional de Prevención y Lucha con la Violencia de Género y el Plan Municipal para la prevención y atención de la violencia contra las mujeres.
Los profesionales locales que están intentando perfilar psicosocialmente al feminicida afirman, que un 20% de los hombres que matan a sus parejas – pasadas o actuales – se suicidan y un 10% lo intenta. En esos casos no es por el remordimiento, el arrepentimiento por haber suprimido la vida de “aquella que tanto quería” sino porque interiormente jamás podrá justificar la inequidad de truncarle la vida a una persona, que además de vulnerable, tenía los mismos de vivir que él.
Antes de suicidarse el feminicida piensa erróneamente que su actitud le convertirá dentro de su comunidad en un mártir del amor, en un héroe del arrebato pasional cuando en la realidad no es más que un despreciable atorrante que deseaba reducir, convertir a sus compañeras sentimentales en vulgares mascotas desprovistas de todo derecho, sujetas a sus arbitrariedades con las cuales puede satisfacer sus más perversos antojos y caprichos.
A sabiendas de la gran trascendencia que en su vida tienen el matrimonio, el amancebamiento o la unión libre, solo las mujeres saben los esfuerzos de imaginación y tenacidad que deben realizar para preservar a sus maridos: darles la razón cuando no la tienen, respaldar sus iniciativas para que se crea un héroe, callar o mentir para no iniciar una agria polémica, ocultarles las precariedades de su convivencia en fin, fingirles que les quieren cuando ellas saben que hace un buen tiempo que él no las desea como antes.
Estas y otras simulaciones y disimulaciones son de un gran valor para una mujer aparejada ya que más que el marido su mayor preocupación son sus hijos – manutención y demás – y la unidad del hogar. Al poder en la actualidad desempeñarse sin trabas en el mundo laboral y agenciarse medios para su sostenimiento y el de los muchachos, los maridos van perdiendo poco a poco su antigua importancia, pudiendo muchas veces prescindir de ellos viéndose estos relegados a un segundo plano. Esta relegación está generando graves consecuencias, entre ellas el feminicidio.
Retomando el tuétano, lo medular de todo lo antes escrito proclamo que por su agotador celo en criar debidamente a sus hijos; su diario empeño en ocultar sus defectos y potenciar sus virtudes somáticas; por su quijotesca lucha por retrasar los inicios de la decrepitud corporal y sus sabias estrategias para que su pareja se crea lo que no es y así mantener a flote la convivencia, toda mujer es una heroína que sin necesidad de tomar las armas o conspirar contra una odiosa tiranía coexiste junto a nosotros sin que por ello apreciemos su inestimable valor.
Al no admitir la igualdad de género que las autoriza cohabitar con quien desea y soltar en banda – como popularmente se dice – al que las incordia, los feminicidas piensan desacertadamente que su acción les conduciría a un panteón donde residen los héroes del amor no correspondido, ignorando que estarán por el contrario sepultados en la fosa del menosprecio, no solo de sus contemporáneos sino de las futuras generaciones que los juzgarán como el elevado precio que debieron pagar las mujeres por su total liberación.