Cuenta Scheherazade en Las Mil y Una Noches: “Gobernaba el sultán Bal A Guer el lejano reino de Domi Ni Kana con mano dura y firme para imponer el orden y la obediencia a gente que se deja convencer fácilmente de extraños, deseando lo que no saben sin mirar consecuencias. Era su reino un oasis tropical de brisa suave y fresca. No muy grande, pero producía suficiente para mantener a todos los súbditos que, para tranquilidad del sultán, se impresionan con cualquier cosa: una calle, un parque, un museo, un puente… No hacían falta legisladores, la ley era la de los libros sagrados y la tradición, el sultán se encargaba de aplicarla con el rigor que indicaba el momento.

El rival del sultán era el sabio Boj, de quien se decía que había leído todos los libros escritos en el mundo conocido. Quería Boj una ciudad de normas, leyes y justicia, que resultaba, sin embargo, un reino de otro mundo. La gente no se mueve por altos ideales sino por el pan y el hartazgo, el  placer y la lujuria. Continuó Boj toda su vida sobre la misma línea, como el sol surca el cielo todos los días.

De manera que el sultán era un político astuto y su opositor un filósofo idealista. Así pasaron muchos años, décadas largas, el sultán manejando a los kanos como marionetas de circo y el sabio Boj chirriando como cigarra en la noche, lo que no parecía molestarlo. Ambos envejecieron hasta hacerse ancianos, lo que trajo consigo la preocupación de a quién quedaría el mando a la muerte de ambos héroes.

León-El era un discípulo fiel de Boj, estudioso, perseverante, pero sobre todo obediente. Con el tiempo demostró que era mejor heredero del sultán que de su rival, pues su astucia era muy superior a la del primero mientras su creatividad literaria nunca alcanzó a la de su mentor. Lo increíble, logró León-El que de consuno le heredaran el reino, que gobernó por muchos años. Al principio fue justo y sabio, justamente como su maestro hubiera sido, pero más adelante se dejó seducir por la vanidad y la soberbia. Se sintió superior, ya no de sus súbditos que era gente ruda e ignorante, sino de sus antiguos tutores y condiscípulos. Le encontró gusto al vino y la buena mesa, a los caballos de pura sangre, pero sobre todo, sobre todo, al poder mismo, al poder por el poder. Olfatear el perfume de la genuflexión y el servilismo, los caballeros con la cerviz rendida y las damas hincando la rodilla, todo esto le causaba una sensación de vivo placer.

Su capricho más excéntrico –resucitar la flor que al momento de ser arrancada moría- se convertía al instante en razón de Estado. Al punto ministros sudorosos salían y entraban presurosos de los despachos chocándose en las puertas, siempre seguidos de una larga cola de escribientes, mensajeros y adulones. Se enviaban diligencias al extranjero, llegaban emisarios de fuera, todo porque el nuevo sultán se antojaba de cualquier cosa: una fruta exótica, un libro antiquísimo, unos zapatos de piel de lagarto. Mientras más se ocupaba de sus propias ideas, más olvidaba la opinión de los demás y el bienestar de un pueblo que sufría carencias de todo tipo. Finalmente olvidó a su maestro Boj y descubrió el toque de Midas de Bal A Guer, porqué el primero, que sabía todo de cosas escritas nunca pudo ser sultán, mientras éste, que sólo sabía de la vida y de los hombres, fue sultán mientras vida tuvo.

Para financiar una corte cada vez más obesa y ociosa subió los impuestos, quizás demasiado. Es cierto que construyó algunas calles y bulevares, unos puentes y pasadizos subterráneos, pero el grueso de los impuestos se lo tragaban la corte y la legión de cortesanos empleados en perpetuar al tirano. Los ministros trajeron del exterior flautistas, encantadores de serpientes e hipnotizadores para cantar la gloria de la nueva era. Poetas en las plazas, carteles pegados en las paredes, soldados con altoparlantes gritaban lo mismo: estamos mejor que nunca, ¡e’pa’lante que vamos! Mas los nuevos impuestos pesaban como una carga de leña subida en la espalda. La gente murmuraba, al principio escondida en los rincones, luego abiertamente. Se formó un coro, luego un clamor, después un estruendo: ¡no al paquetazo!, gritaban aquí y allá donde se reunieran más de cinco ciudadanos.

Como no podía aumentar sus ingresos, la gente empezó a reducir la cantidad de lo que compraba. Si antes era un bushel de avena cada treinta días, ahora era sólo medio pues el precio había subido mucho. Los pobres se hicieron más pobres. Salvo la corte, todos los ciudadanos descendieron uno o más peldaños en la escalera de su nivel de vida. Algunos volvieron a la situación de la que habían salido hacía treinta años. Los comerciantes empezaron a ver con espanto caer sus ventas en picada. Muchos terminaron cerrando sus puertas. Empezaron a verse caravanas de camellos de gente que huía a otros reinos por la precariedad de la situación, aunque se decía que también allá la cosa estaba mala.

Antes, otros seguidores de Boj habían logrado pasar un edicto que disponía que el sultán no podía serlo por más de diez años seguidos. Entonces León-El se vio obligado a ceder el poder a Danik Lo, un miembro prominente de su corte. No lo hizo sin condiciones, como quien se aleja definitivamente del trono. En realidad, León-El sentó a Danik Lo en su trono, es decir en el trono de León-El. Le compró la sucesión y a cambio mantuvo a sus principales ministros en el cargo. Danik Lo, quien prometió en su campaña hacer lo que nunca se había hecho, resultó una versión desteñida del gobierno de su hermano mayor.

Esta historia tiene sus cronistas y relatores, no la digo de memoria sino que la he leído en distintas fuentes, libros y revistas antiquísimos. León-El fascinaba a sus contemporáneos, muchos estaban obsesionados con él. Algunos no veían virtud o vicio en el gobierno sino en el rey. El rey era en su persona reino y reinado. Primero porque salió de la nada, como el as en la mano del mago. Cuando moría, muchos corrieron al lado de Bal A Guer llevándole pan, miel y toda clase de regalos, esperando que su dedo los señalara como hijos sucesores. Y Bal A Guer no dejó ni hijos ni herederos. De repente, sin que nadie lo esperara o siquiera sospechara estaba León-El sentado en el trono. Para aquellos fue sin duda una  sorpresa desagradable.

Otros censuraban sus formas suaves y su verbo fluido. Era cortés, caballeroso, protocolar. No se inmutaba ante los ataques verbales, parecía recibir la crítica con benevolencia. Nunca se le vio agresivo o destemplado, un hombre en quien la razón política primaba por encima de todo lo demás. Por otro lado, oír a un político decir dos ideas coherentes era extraordinario pues la costumbre era escucharlos defender ramplonamente sus excesos y desafueros. Las masas no necesitan más, ensalzan y llegan a adorar al más vulgar de los músicos

Otros denunciaban con gran indignación –real o fingida, eso no lo sé- la enorme fortuna que amasaba el nuevo sultán mientras en el reino no había agua ni trigo. El ganado estaba flaco y no daba carne ni leche. No había cebo para velas y los artesanos no podían trabajar en la oscuridad de las noches. Pero ¿qué otra cosa han hecho los sultanes en la historia de la humanidad? Cuénteme alguien de un rey que lo haya sido sin tesoros o país que deje a su tirano pedir limosna en las calles para vergüenza de la población. Si al rey le toma tres horas sólo vestirse, ¿qué esperan estos insensatos y absurdos defensores de lo moderno y costumbres extrañas a nuestro país? ¿Acaso que el sultán salga a pastorear ovejas o a forjar el hierro?

Aquellos críticos no ven su propio error en la punta de sus narices. ¿No es ésta la historia de toda la humanidad? Si es tan injusta, ¿cómo se repite tantas veces, aquí y allá, en todas partes? ¿No será ésta la historia que debe ser, porque no hay razón para que sea otra? Si sólo pensaran un poco, ¿qué pasaría si fuera otro el sultán? La verdad nada cambiaría, nada. Con otras caras, la historia sería la misma. La verdad está en el conjunto.

Bien… Pues luego de León-El llegó Danik Lo, como dije antes, que impuso el paquetazo de impuestos que le dejó aquél. Al principio la gente estaba encolerizada pero a medida que pasaban los días…” En este punto Scheherazade se percata de que el rey Schariar está dormido. Sin hacer ruido apaga la vela y sale de la cámara real. Se había ganado un día más de vida. Era éste Dom Ini Kana un reino de fábula y de un millón de historias. Si por cuentos era, moriría de vieja.