La mitología griega -como dije en mi entrega anterior- es de una riqueza incomparable y la abundancia y variedad de criaturas divinas, semidioses, héroes humanos, brujas, monstruos y demonios constituye una especie de laberinto donde es difícil orientarse. Por añadidura, muchos eventos, muchos personajes se repiten en diferentes versiones y el número crece y crece en modo exponencial. Entre los griegos, el afamado Hesíodo (que nació probablemente en la segunda mitad del siglo VIII a.C) fue quizás el primero en tratar de poner orden en la maraña de historias que habían circulado durante siglos en forma oral, asentándolas por escrito en su celebrada “Teogonía”. (Del mismo modo, durante cuatrocientos años circularon de boca en boca las narraciones sobre la guerra de Troya y las aventuras de Ulises, antes de ser escritas por un poeta o escuela de poetas que designamos convencionalmente con el nombre de Homero).
Entre los romanos, dos de los principales recopiladores son Ovidio y el incierto Apolodoro, el discutido autor de la “Biblioteca mitológica”.
Ovidio es uno de los más importantes recopiladores de mitología clásica grecorromana. Vivió y escribió en la época de Augusto, entre la segunda mitad del siglo I a. C y la primera del I d. C., y sus relaciones con este emperador en un cierto período se agriaron y el poeta tuvo que tomar el camino vitalicio del exilio, un frío exilio en lo que es hoy Rumania, pero su obra fue más afortunada, al menos en lo que respecta a “Las metamorfosis”. Esta epopeya didáctica en quince tomos describe la historia del mundo a través de una cadena de transformaciones o metamorfosis que culmina con la conversión de Julio César en dios y se conserva en su casi total integridad. Fue, además, durante siglos una de las más leídas y de mayor influencia en las artes.
“De Ovidio y sus Metamorfosis son deudores, en el transcurso de los siglos, no sólo la literatura, y en especial la poesía, sino todas las manifestaciones artísticas (pintura, música…) que han querido ocuparse del tema del amor y del cambio en la vida del hombre”.
La primera transformación en el poema de Ovidio es la del caos en cosmo, la creación del mundo, un tema apasionante que es común a casi todas las culturas:
“Invocación
“Me lleva el ánimo a decir las mutadas formas / a nuevos cuerpos: dioses, estas empresas mías –pues vosotros los mutasteis– / aspirad, y, desde el primer origen del cosmos / hasta mis tiempos, perpetuo desarrollad mi poema.
“El origen del mundo
“Antes del mar y de las tierras y, el que lo cubre todo, el cielo, / uno solo era de la naturaleza el rostro en todo el orbe, / al que dijeron Caos, ruda y desordenada mole / y no otra cosa sino peso inerte, y, acumuladas en él, / unas discordes simientes de cosas no bien unidas. / Ningún Titán todavía al mundo ofrecía luces, / ni nuevos, en creciendo, reiteraba sus cuernos Febe, / ni en su circunfuso aire estaba suspendida la tierra, / por los pesos equilibrada suyos, ni sus brazos por el largo / margen de las tierras había extendido Anfitrite, / y por donde había tierra, allí también ponto y aire: / así, era inestable la tierra, innadable la onda, / de luz carente el aire: ninguno su forma mantenía, / y estorbaba a los otros cada uno, porque en un cuerpo sol / lo frío pugnaba con lo caliente, lo humedecido con lo seco, / lo mullido con lo duro, lo sin peso con lo que tenía peso. / Tal lid un dios y una mejor naturaleza dirimió, / pues del cielo las tierras, y de las tierras escindió las ondas, / y el fluente cielo segregó del aire espeso”.
Las transformaciones o metamorfosis componen la sustancia de esta maravillosa obra que nos lleva de uno a otro personaje en forma descarnada. Muchos atribuyen el exilio de Ovidio en las orillas del Mar negro al carácter erótico de su poesía, que no es apta, por cierto, para menores.
Zeus se transforma en cisne para seducir a Leda y esta pone dos huevos de los que nacen hijos del dios seductor y de su esposo legítimo. Zeus se transforma en lluvia de oro (¿un soborno?) para seducir a la doncella Dánae que estaba encerrada en una torre. Zeus se transformó en toro para seducir y llevarse a la princesa egipcia Europa. Zeus tomó el aspecto del marido de Alcmena “y se unió con ella en una noche que duró setenta y dos horas, tiempo durante el cual no salió el sol”. (De la unión nació Hercules). Zeus se transforma en Sátiro para seducir a Antíope. Zeus se transforma en nube para poseer a Io. Zeus adoptó la forma de Artemisa, se convirtió en mujer, para seducir a Calisto e hicieron el amor como mujeres, cosa que a Calisto le gustó, pero luego Zeus se convirtió en macho y la violó. Zeus no respetaba faldas ni pantalones, en caso de que los hubiera en esa época:
“El apetito sexual de Zeus es insaciable, y no le basta con poseer a las diosas y ninfas que se le cruzan por los palacios del Olimpo; su mirada va más lejos, su búsqueda se dirige a la tierra donde indefensas doncellas o incluso fieles esposas desconocen el peligro que les acecha, y tras un acto de amor no buscado contribuyen a acrecentar la descendencia divina.
“Y es que en múltiples ocasiones el corazón de Zeus fue alcanzado por las ardientes flechas de Amor, hasta el punto que su majestuoso porte se transformó en figuras de lo más dispares para seducir a sus amantes mortales. Llegando más lejos, hasta el púber rostro del pastor Ganimedes provocó un ardiente deseo en el hijo de Crono, que llevó también aparejada su consiguiente transformación”.
Zeus, en efecto, se convirtió en águila para raptar al hermoso príncipe troyano Ganímedes, al cual le dio varios usos y convirtió después en copero de los dioses en el Olimpo. Fue, dice Apolodoro, la primera criatura que tuvo relaciones con otra de su misma especie, pero Venus Afrodita no se le quedaba atrás, era ninfómana y bisexual como Zeus y se enamoraba como una gata en calor.
En cambio, para escapar de la persecución de Apolo, la pobre y casta Dafne, invoca a los dioses y “de repente, su piel se convirtió en corteza de árbol, su cabello en hojas y sus brazos en ramas. Dejó de correr ya que sus pies se enraizaron en la tierra”. Se transformó en árbol.
No podía faltar, desde luego, un episodio dedicado a la creación del hombre según Ovidio. Un episodio memorable, sin duda, que destaca por su mágica ternura y una cierta ingenuidad:
“Un ser más noble y más inteligente, hecho para dominar sobre todos los otros, faltaba aún a esta gran obra. El hombre nació: ya sea que el arquitecto supremo lo hubiese animado con un soplo divino, ya sea que la tierra conservase todavía, en su seno, algunas de las partes más puras del éter del cual acababa de ser separada, y el hijo de Japeto (Prometeo), empapando esta semilla fecunda, hubiese formado al hombre a imagen de los dioses, árbitros del universo; el hombre, distinto de los otros animales cuya cabeza se inclina hacia la tierra, puede contemplar los astros y fijar sus miradas sublimes en los cielos. Así la materia, antes informe y estéril, tomó la figura del hombre, hasta entonces desconocida en el universo”.