Sobre las metáforas pesan una serie de mal comprensiones y desvaríos que alarman. Solemos pensar que son cosas de poetas, que solo ellos pueden y saben usarlas. Cierto es que nuestro lenguaje está lleno de metáforas; las canciones populares emergen sobre metáforas; aunque mal usadas en buen número, no dejan de serlo y agradan. El lenguaje científico las usa en sus descripciones y en ningún modo se opone a ellas, por más que evite la ambigüedad en sus palabras.
La metáfora es más que una simple traslación de un término a otro en un contexto determinado. Así la entendió Aristóteles en su Poética y su Retórica y así se continuó su tratamiento como un tropo, es decir, una figura para adornar el lenguaje. Paul Ricoeur dedicó un complejo tratado al enunciado metafórico y mostró cómo innovamos a través del lenguaje de modo tal que la metáfora es una manera de redescribir el mundo en términos más ontológicos y no una simple sustitución de términos.
En este sentido, el enunciado metafórico se construye sobre la base de una impertinencia semántica que se juega en la desemejanza de los dos términos que ponemos en relación, como cosas semejantes. A nivel de sentido se produce un choque porque en el contexto enunciativo los dos términos puestos en relación pertenecen a órdenes distintos. Así cuando digo “el hombre es fiera salvaje” el constructo metafórico está sobre los términos “hombre” y “fiera salvaje”; pero sólo en el enunciado se descubre la relación establecida entre ambos; por tanto, la metáfora es una innovación de sentido que se construye sobre la superficie de la significación primera de los dos términos en el contexto de un enunciado. “Fiera salvaje” no sustituye el término “hombre”; sino que se le aplica al primer término lo propio del segundo. En otras palabras, al describir al hombre como fiera salvaje (recuerden a Hobbes) estoy atribuyendo nuevos rasgos al hombre que le son propios a las fieras salvajes.
Ahora bien, las metáforas pierden su carácter de innovación al ser usadas cotidianamente. El uso constante las mata y las convierte en metáforas muertas. Julio Cortázar decía que el diccionario es un cementerio de palabras; digo más: es un cementerio de metáforas. De este modo no sólo expresiones como “la pata de la mesa” o “la falda de la montaña” son metáforas muertas; también términos descriptivos de realidades abstractas son metáforas muertas, de ahí la plurivocidad o ambigüedad de sentido en los términos.
Lo anterior es importante porque muchas de nuestras convicciones personales están montadas sobre una cantidad de metáforas, vivas y muertas, que no solo se toman como literales, sino que se les usa como absolutas, destruyendo las atribuciones contextuales o impidiendo construir nuevas metáforas con las cuales podamos “redescribir” tal o cual realidad fundamental hoy día.
En otras palabras, usamos algunos términos que son metáforas muertas como si fueran términos incuestionables, perennes. Así los términos, hombre, cielo, ternura, cariño, sociedad, amor, conocimiento, verdad, realidad, identidad, pecado, pecado original, gracia, cuerpo, carne, alma, reino de Dios, infierno, son metáforas y así deben ser tratadas. El problema es que muchas de las verdades científicas y religiosas descansan sobre ellas y pensamos que al darles este tratamiento las estamos desconsiderando. De ningún modo decir que un término es metafórico es decir que es falso. Metáfora y verdad tienen más relación que metáfora y falsedad.
Las metáforas no son falsas, ellas indican una nueva relación que establezco con el mundo, con los demás y conmigo mismo. Los conceptos filosóficos y teológicos tienen un trasfondo metafórico que es importante no perder de vista para no erigir términos relativos en cuestiones absolutas, en realidades inamovibles. Lo dicho es aplicable no sólo a términos propios al discurso filosófico y teológico; sino a cualquier otro tipo de discurso como el científico, el tecnológico y el amoroso.
El mayor escollo a esta comprensión de las metáforas viene desde el mundo religioso y el mundo científico; pero no por falta de entendimiento en ninguno de los dos; sino porque uno se basa en evidencias y en la fuerza lógica del argumento que expresa y el otro porque piensa, ingenuamente, que se basa solo en fe y el legado de la tradición.