Caminaba acompañada de Dino – mi mascota chihuahua de 14 años- y de repente, a mis espaldas, percibí sus pasos, los que intuía correspondían a una mujer. Al volver atrás la mirada, comprobé que mi intuición no se equivocó.
Parecía que en cada una de sus huellas, por demás cansadas, se le escapaban trozos de vida. Cortas y lentas, las pisadas de aquella mujer acapararon mi atención.
De estatura no muy alta, blanca, con la piel matizada por el sol de sus vivencias – además de los surcos que perfilaban su frente- no resistí la tentación de conversar con ella. Aguardé que estuviera a mi lado para intentarlo.
-Luce usted muy cansada, ¿o me equivoco? –empecé diciéndole.
-Un poco de tanto mucho- respondió.
-No le comprendo – dije-, por favor, me explica.
-Hummm, sonrió. A ver por dónde empiezo. Se me ocurre hablarte de las madres de enero.
– ¿De enero?- pregunté un tanto confusa. Que tendrán que ver las madres de enero.
– Sí, de enero. La República Argentina tiene las madres de mayo, ¡de la plaza! Pero aquí, en nuestro país, nadie reconoce a las madres de enero.
Observé su mirada pensativa, tal cual iniciar un viaje al pasado, y mientras su frente se fruncía, la invité a sentarnos para tomar un descanso.
– ¿Dónde?
-Ahí –señalé- sobre esa jardinera que convertiremos en nuestros asientos. Las flores adornan el entorno y sus aromas nos invitan al reposo.
Sonrió tímidamente. Sin pensarlo, recogió su falda. Ambas nos sentamos -como los niños- rodeadas de margaritas y botones de rosas recién abiertos. Un regalo para aquel indeleble momento.
“Pues bien, – empezó a relatar- aquel día de enero del 1960, despertamos sobresaltados. En ningún tiempo anterior vi dentro de nuestra casa un amanecer con aquellos colores. Un regimiento militar, muy bien armado, estaba disperso por sus diferentes áreas. Buscaban a mi hijo, a sus amigos y cómplices de realizar actividades subversivas contra el gobierno de Rafael Trujillo”.
“Buscaron y rebuscaron hasta encontrarle. También escudriñaron por el vecindario, logrando detener a varios miembros de aquel grupo integrado por una juventud que protestaba contra las injusticias del régimen”.
Su expresión se tornó triste al recordar esas imborrables “fotos” de su vida. Ciertos recuerdos -me explicó- los conservaba como fotos, no en el tradicional álbum familiar, y sí en su corazón. Prosiguió su casi monólogo, porque mientras la escuchaba, en modo alguno se me ocurriría interrumpirla.
“Pues bien -repitió- luego de innumerables gestiones, logré me informaran que mi hijo y el grupo fue trasladado a Santo Domingo y recluidos en la Penitenciaría Nacional “La Victoria”.
Con esas informaciones, sospeché que para ella y demás familiares, empezó un verdadero calvario, un interminable “Rosario de la Aurora”. Cada semana, conforme a los días de visita pautados en el penal, para intentar reunirse con su descendiente, e igualmente con sus amigos, acompañada de otras madres, se trasladaba a “La Victoria”.
Transcurrieron meses – años quizás- y no logró reunirse con su amado hijo. En cambio, recuerda que: “alguna vez, de manos de un militar del presidio, recibí una nota, escrita por él, en la que me solicitaba una que otra prenda de vestir, jabones y otras nimiedades”. Estas escrituras le alegraban el alma, porque entendía que ¡su hijo continuaba con vida!
Descabezado el régimen dictatorial, proponiéndose encontrar a sus hijos y otros prisioneros, madres y miembros de otras familias, formaron grupo para visitar las cárceles del país. Gestión con la que desgraciadamente no lograron los tan anhelados resultados.
Recuperada la libertad, los conspiradores anti-trujillistas -muchos de ellos miembros del “Movimiento Clandestino 14 de Junio”-, con mucho dolor comentaron episodios que les obligaron a presenciar; asimismo sobre muertes y desapariciones de muchos compañeros. Refirieron la noche en que un grupo de jóvenes –muchos de ellos adolescentes- fueron sacados de sus celdas y no volvieron a verles. Entre éstos, probablemente, se encontraba el hijo de esta buena mujer. Frente a esta horripilante realidad, ¿quién escribía las notas y reprodujo la caligrafía de muchos prisioneros?, porque no solo ella recibió aquellos célebres escritos en pequeños y bien doblados papelitos. ¡Cuánta maldad!
Dando por terminada nuestra conversación, con sus manos arrugadas del tiempo, plancha un pliegue imaginario de su falda. Nos miramos. Con el brillo de sus lágrimas, sus ojos me parecieron, aunque claros, dos lagos insondables.
Con un fino hilo de voz – previo a continuar su camino – le escuché: “¡Jamás volví a ver mi hijo, tampoco su cadáver!” Suavemente posó sus manos sobre las mías y murmuró: “¿ves por qué te hablé de las madres de enero?”
Poniéndose de pié, dio por terminado nuestro encuentro. Me despidió con una sonrisa. Tan suavemente como la encontré, se alejó de aquella jardinera. Jamás imaginé cuántas riquezas conservaba, como tampoco olvidar sus “retratos” y narrativa. Yo conocía algunas de esas historias, ella ignoraba las mías. No le pregunté su nombre; tampoco mostró interés por el mío.
Es oportuna la celebración del “Día Internacional de la Mujer”, para lanzar palomas al viento que saluden a todas aquellas madres que perdieron a sus hijos en aquel enero negro de la dictadura, verdugo de tantos sueños resquebrajados e inhumanas atrocidades.
Doña Thelma, doña Carmela, Madres de Enero, en sus nombres, les saludo reverente. Confío que en la Casa del Maestro hayan podido encontrar el sosiego que tanto les arrebataron. Madre de Enero, ¡honramos el recuerdo de tu hijo, descansa en Paz!