En España se ha creado una comisión para emprender cuarenta años después lo que nosotros no hemos siquiera intentado cinco décadas y media después de la tiranía: eliminar todo vestigio del franquismo. Tras la muerte de Franco en 1975 se inició allí un proceso de transición a la democracia. Pero aún quedan huellas del régimen por toda la geografía española, en calles, plazas, pueblos, museos y monumentos, que mantienen viva en la memoria las crueldades de la tiranía que siguió a una guerra civil en la que murieron un millón de personas tras el derrocamiento de la segunda República. La eliminación de esa herencia franquista cerraría de la memoria española una de sus etapas más oscuras.
Han transcurrido seis décadas del asesinato de Trujillo y las huellas de esa férrea etapa sigue viva en muchos aspectos de la vida nacional. Es cierto que se derrumbaron sus estatuas y bustos de plazas y avenidas, se proscribieron las actividades que tiendan a exaltarlo, se exiliaron a sus familiares más cercanos, se confiscaron muchos de sus bienes, no todos, y la capital recobró su nombre original. Pero con el tiempo, la transición que se engendró dentro del mismo régimen lo perpetuó y sus herederos, parapetados detrás de nuevos disfraces, lograron hacer del autoritarismo que lo caracterizó un legado a la posteridad.
Los verdugos y los intelectuales que hicieron posible a Trujillo se insertaron en el nuevo régimen, sobreviviendo con éxito a los avatares de esa herencia terrible de muerte y corrupción. Y al igual que en España nuestras ciudades están llenas de plazas y calles que honran ciudadanos cuyos únicos méritos, en muchos casos, fueron servirles lealmente a Trujillo.
Tal vez necesitemos del exorcismo que sería iniciar el desmonte definitivo de ese vergonzoso legado, para así, por lo menos, compensar el imperdonable error de no haberle hecho justicia a los miles de muertos de la tiranía.