Mi bisabuelo Don Genaro Pérez Tavárez (1845-1938) fue un notable munícipe de Santiago que por un tiempo fue Ministro de Justicia de Lilís y luego no le aceptó a Trujillo un cargo como asesor de su gobierno. Gozaba de tal estima en su época, que un blasfemo comentó  que sí el cura no podía asistir para la bendición en un acto de inauguración, se podía utilizar la orina de Don Genaro como agua bendita. Un ensalzamiento irrepetible.

Uno de sus hermanos menores Guillermito (1850-1928) casó en 1874 con Natividad Tavárez siendo los padres de Dolores, María, Francisco-Fan-, Teresa, Carmen, Mercedes, Pedro, Rafael y Estebanía, los cuales llevaban los mismos apellidos que su padre, o sea, Pérez Tavárez; casi todas las hembras murieron octo y nonagenarias y María, que era de las más jóvenes , murió centenaria.

Francisco, o Fan Pérez casó con Ana Chicón siendo los padres del pintor Guillo Pérez quien era primo segundo de mi madre, y su hijo Willy, que vive aún, primo tercero mío. Dolores apodada Mamama casó a finales del siglo 19 con el señor Pedro Olavarrieta y una de sus hijas llamada Ana Julia fue la esposa del prestigioso médico y botánico Dr. José de Jesús Jiménez padre del Dr. Joseíto Jiménez Olavarrieta de grata recordación para sus amigos y familiares.

Cuatro de las hijas de Guillermito Pérez no se casaron permaneciendo juntas durante toda la vida, y como ocurre a menudo en este país, las mismas no eran llamadas por sus nombres de pila sino por sus sobrenombres que eran, Teté, Cea, Mela y Chita. Ellas eran las que preparaban y vendían sus dulces en el interior de su casa que se accedía por una de las puertas frontales, y en honor a la verdad, su oferta era poco demandada por la población.

Desde principios del siglo pasado estas lejanas parientes residían frente a la Clínica Corominas  en la antigua calle Trujillo Valdez, y cuando tuve pleno conocimiento de su existencia todas sobrepasaban los 75 años de edad siendo por ello que mi imaginación siempre las visualiza como si fuesen las sobrevivientes de una época remota, las postreras reminiscencias de un mundo que se resistía a desaparecer, a morir per secula seculorum.

Cuando las visitaba no iba en solitario sino acompañado de mi madre, y cuando en 1962 me extirparon las amígdalas en Corominas mi progenitora arreció sus visitas. Al darme el alta y restablecerme me aventuré para ir solo aprovechando cualquier circunstancia o situación para saber cosas de antaño sobre mi familia, la vida del Santiago de Lilís y Mon Cáceres , y las vicisitudes que se pasaban durante los montoneras y asedios de la ciudad corazón, y en particular el cotidiano desempeño doméstico de ellas.

Un discreto olor a cera, azúcar quemada, sacristía  y coco rayado impregnaba el interior de la modesta vivienda cuyo patio encementado era de una extrema limpieza. Allí se orinaba tu madre cuando era pequeña dejando diversos pocitos que debíamos secar me decían ellas al cuestionarlas sobre mi progenitora Avelina Rojas Pérez. Con afabilidad y ternura respondían a mis interrogantes no mostrando nunca agobio por mis constantes requerimientos.

El detalle por el que las recordaré siempre es el siguiente: todos sabemos los curiosos y averiguados que somos los habitantes de una ciudad pequeña como lo era Santiago hasta ayer. Pues bien, si alguien desconocido por ellas pasaba frente a su puerta, de inmediato se precipitaban en grupo hacia la misma para intentar identificarlo. Creo que la puerta  estaba seccionada por la mitad o sea que la parte inferior podía cerrarse mientras se asomaban por la superior abierta.

Como en las películas de Charles Chaplin me parecía muy cómico viéndolas hacerse entre sí mudos manoteos de interrogación acompañados de rápidos cabeceos cuando no lograban identificar la persona, permaneciendo asomadas hasta su desaparición en la esquina próxima. Luego retornaban con lentitud hacia el interior de la casa no sin antes posesionarse de sus rostros un arqueado de cejas, una ligera proyección de sus labios y un fugaz cierre de sus ojos que evidenciaban su descontento por no haber acertado.

Me encantaba verlas en estas pesquisas no siendo pocas las veces que me aposentaba a escondidas en Corominas para así disfrutar a mis anchas de esas blancas cabezas que como inquietos y voluminosos hisopos se entremezclaban intentando indagar el reconocimiento de cualquier transeúnte, y cómo a veces su asomo obedecía a reciprocar el saludo de alguien bien conocido que al pasar les decía abur abur, palabras vascas de usanza en la época.

Mis tías mayores las conocieron jóvenes  diciéndome  que en ese entonces  eran físicamente muy agraciadas sobre todo la apodada Cea (Mercedes) por ellas denominada la Egipcíaca, siendo por lo tanto lamentable que no trajeran al mundo bellos ejemplares. Siempre  rememoro a estas viejas parientes y cuando en los años 70  leía a Pérez  Galdós en sus “Episodios nacionales “ “Fortunata y Jacinta “  ” La loca de la casa” y otras novelas, eran ellas que ocupaban mi imaginación.

Con las Pérez Tavárez dejo concluido mi trabajo sobre las delicatessen en Santiago a mediados del siglo pasado, queriendo agradecer póstumamente a su nieto el Dr. Joseíto Jiménez O. por las fotografías  que aparecen en el mismo las cuales me fueron remitidas hace algunos años, ya que al conversar sobre sus tías abuelas él sospechaba – por la atención que prestaba-que algún día las recogería en un artículo. Paz a sus restos.