Resulta molestoso que en pleno siglo XXI haya que invertir tiempo y esfuerzo en explicar la importancia de la escritura y la lectura de ficciones (narrativas o no) a jóvenes y no tan jóvenes que se ufanan de ser muy occidentales y modernos. Todavía escucho, con pesar, afirmaciones tan ridículas como que “no se puede creer en la ficción”, “eso es mentira porque es una ficción” o, por el contrario, “esto sucedió de tal modo porque lo vi en una película”.

Lo que ha rebozado el vaso, lo último de todos los colmos es que, en un ambiente académico, la decisión de excluir ciertos libros de literatura como lecturas obligatorias en un curso de historia dominicana se basó en el hecho de que traería confusión para los alumnos entre la “verdad histórica” y la “verdad de la ficción”. ¡Cuánta ignorancia se ha esparcido por el mundo!

Lo primero es que jamás debemos igualar el problema lógico entre la verdad y la falsedad con el discurso de ficción. La ficción escapa a este dilema ético porque quien escribe o lee ficción suspende, por un momento, la relación entre la realidad y el lenguaje. Quien lee o escribe ficción solo está interesado en construir, vía la imaginación y el lenguaje, un mundo coherente en sí mismo, con cierto grado de autonomía respecto al mundo empírico en que habita.

El legendario Aristóteles marcó fehacientemente la posteridad cuando dijo que lo importante en la obra poética es que sea verosímil, es decir, creíble. Ahora bien, la credibilidad de una obra literaria no está en su conexión más o menos “verdadera” con la realidad empírica en la que nos movemos bajo las dimensiones de tiempo y espacio. ¡Jamás! La credibilidad de la novela, un cuento, un poema, una canción, está en su estructura interna, en que es un universo lingüístico que ha creado un mundo, esto es: el mundo de la ficción.

Es verdad que, dentro del mundo de la ficción, lo que dice o hace un personaje puede ser objeto de un juicio lógico, esto es, podemos decir que es verdadero o que es falso. Por ejemplo, cuando Sancho le dice a Don Quijote que aquellos molinos de vientos no son gigantes, sabemos como lectores que el caballero de la triste figura está equivocado y que su fiel escudero nos ha dicho la verdad. ¿Cómo lo sabemos? Por la sencilla razón de que un narrador nos los dice y el primer pacto que establecemos al leer una ficción es “confiar en el narrador”.

Toda obra de ficción puede acercarse o alejarse en mayor o menor grado de la realidad empírica. Por ejemplo, Harry Potter se aleja más de la realidad en que vivimos que La Mañosa de Juan Bosch. La primera obra pertenece a la ficción maravillosa, allí se violan las leyes de la naturaleza y se crean mundos imaginarios que solo existen en el marco de la obra misma. En la segunda podemos encontrar referentes extralingüísticos de una época o ciudad del mundo empírico; pero aún estos mismos elementos están “recreados” por la creatividad del escritor, es decir, han sido transformados en pos de un objetivo estético e ideológico inherente a la obra misma. ¿Acaso el mundo campesino que describe Bosch en su genial libro Camino Real es un fiel retrato de lo que era el Cibao en ese momento? Sí y no. Aquí está la magia y el poder de la ficción. El autor toma elementos de la realidad, pero los transforma y configura en una nueva representación construida a través del lenguaje, imaginada, narrada.

Sépase que cuando hablamos de ficción, no solo hay que restringirlo a los grandes géneros narrativos (cuento, novela, drama, películas, etc.); también un poema es ficción, una canción de Los Panchos posee tantos rasgos de ficcionalidad como la mejor obra de García Márquez. Es más, las ciencias empíricas están rodeadas de ficción: ¿Qué son las hipótesis? ¿Cuál es el papel de los modelos teóricos en las ciencias? A nadie se le ocurriría que una hipótesis científica es una mentira. Entonces, ¿por qué equiparar ficción con las mentiras?

Seré contundente: hay más mentira en un discurso político que en una obra literaria.