Cuando los límites periféricos de Santiago eran el hotel Matum, la Zurza, Nibaje, Bella Vista, el lecho del río Yaque, Cuesta Colorada, Pueblo Nuevo, el campo de aviación, Rincón Largo y la Junta de los dos caminos, existían para el autor de este trabajo puntos  de venta de ambrosinos manjares de producción local donde concurrían tanto residentes de la zona urbana como fuereños de comunidades vecinas con la gastronómica finalidad de degustarlos.

Inútil decir que a la hora actual la mayoría de ellos y los pregones que por las calles anunciaban la posibilidad de su consumo han desaparecido en casi su totalidad, suplantados por otros para la satisfacción de las presentes y subsiguientes generaciones, que no obstante su diversidad, higiene, presentación y tal vez valor nutritivo, para quienes vivimos en aquel Santiago romántico nunca jamás podrían siquiera igualar y mucho menos  paladearse como entonces lo hicimos.

En la esquina noreste de la intersección de la 30 de marzo con la actual Restauración existía una casona de madera y algo deteriorada donde enfriadas con hielo vendían vasos de crema de leche- cremitas-insuperables en la reducida área metropolitana. Luego de consumidas el vaso permanecía blanco a causa de su pureza. Creo que Joaquín Alfonso era su propietario, y al frente, en la esquina noroeste, había un solar- de Basora- donde existía un ring en el cual me puse los guantes con 7 u 8 años de edad.

Cuando en las tardes acabábamos de jugar Bingo el ritual consistía en comprar empanadas de harina de yuca donde “Pilar” en Bella Vista establecida en una modesta vivienda ubicada donde hoy está el aproche sur del puente Hermanos Patiño inexistente entonces. Teníamos que cruzar por el viejo puente de hierro hecho por los norteamericanos hacia 1920. Sin importar el recorrido a realizar lo importante no era el tamaño de las empanadas ni su relleno sino el punto de cocción de la harina al ser éstas crujientes, crocantes como ninguna otra del pueblo.

Las frituras del friquitín “La Elegancia” sito en la avenida Valerio próximo a la Plaza homónima y atendido por Bernardo su propietario, ofrecía unas asaduras y bollitos antológicos, al igual que la sin par boruga del bar “Rivadavia”en la General Valverde con Independencia atendido también por su dueño el señor Beato. En esta última calle pero entre la Jácuba y Benito Monción, la abuela de la Dra. Mercedes María Estrella vendía unos palitos de coco envueltos en caramelo que hacían las delicias de cualquier gourmander.

Ana María Benedicto era la repostera oficial de las grandes bodas de la ciudad pero lo sabroso era ir a su santuario y comerse los trozos y pedazos que a manera de rechazos dejaba luego de la preparación de sus artísticas tortas. Cuánto placer en degustarlos. Las Castellanos de la calle Sánchez con Beller, elaboraban unas ricas tarticas, canapés, croquetas y polvorones que en limpísimas cajas de madera forradas de papel de estraza ofrecían de forma ambulatoria a los viandantes con el recordado pregón de “va queré” que aún recordamos.

Los pie-tartas de limón o ciruela – que ofertaban los bares chinos de la ciudad eran en aquel tiempo deliciosos y su presentación consistente en una masa gelatinosa apresada en dos bandas de hojaldre reblandecido estimulaban el apetito. En la calle Benito Monción con Salvador Cucurullo la señora Ana Rodríguez preparaba unas sabrosas melcochas que luego servía sobre hojas tiernas de naranjas agrias, que con empujones y forcejeos nos disputábamos los adolescentes golosos de entonces.

La leche batida que como novedad se hacía en el bar Colón contiguo al cine del mismo nombre en la calle 30 de Marzo, era de un sabor y espesura que hoy al recordarle nos provoca a quienes las degustamos una fluvial salivación. También se expedían en el mismo establecimiento unos inolvidables helados llamados “Paragüitas -por la forma de un pequeño paraguas- cuyos sabores de bizcocho y mantecado eran estupendos, al extremo que cuando mis padres querían que me portara bien la recompensa era comprarme en la noche unos de estos helados.

El pan sobao que con el nombre de vaquita horneaban al caer la tarde en la panadería “San Miguel” en la antigua avenida Generalísimo a unas tres casas más abajo de la mía, era lo más maravilloso de la panadería local. Debo incluir en este registro los sándwichs de pollo en fricasé del bar-restaurant “Antillas”frente al parque Duarte que eran inigualables, así como los dulces de guayaba en tabletas que hacía y vendía el Señor Luis Tavárez a inicios de la avenida Imbert.

El colmado Santiago en Sol con San Luis era en la época el único importador de frutas y golosinas navideñas, y en su interior la fragante aroma de las manzanas, turrones, dátiles, uvas, y mazapanes era una invitación a la ebriedad. Las cervezas frías y los quipes crudos de “Bader” en la 16 de agosto y el puerco asado original de Milito cuando estaba ubicado en la carretera de Licey, fueron hasta ayer paradas obligatorias de todo aquel que visitaba la ciudad y no quería que le contaran.

Por deber filial y en reconocimiento a su savoir faire, no puedo omitir en este recuento los casquitos y cristales de guayaba así como su inimitable quesillo de piña y puddings que hacía mi madre para consumo de sus hijos y visitas especiales. Eran lo que ella misma decía el non plus ultra. Por tener familiares domiciliados en la cercana Moca, cuando me llevaban una visita a la panadería “Las Mercedes”,  era de rigor ya que sus galletas de manteca y dulces con suspiritos de colores encima eran de arrebato.

Por último debo citar a unas parientes de mi madre que vivían frente a la clínica “Corominas” de apellido Pérez Tavárez que hacían dulces para la venta que ofertaban dentro de una pequeña vitrina o aparador de vidrio. En un próximo artículo hablaré, no de sus cualidades reposteras, sino más bien, de que en mi imaginación y por conocerlas ya ancianas así como por provincial forma de interactuar entre ellas, me parecían personajes novelescos escapados de la pluma del canario genial Don Benito Pérez Galdós. Serían parientes?