En sus líneas básicas hay que reconocer que la tradición espiritual judeocristiana se expresa predominantemente en código patriarcal. El Dios del Primer Testamento (AT) es vivido como el Dios de los Padres, Abraham, Isaac y Jacob, y no como el Dios de Sara, de Rebeca y de Miriam. En el Segundo Testamento (NT), Dios es Padre de un Hijo único que se encarnó en la virgen María, sobre la cual el Espíritu Santo estableció una morada definitiva, cosa a la que la teología nunca dio especial atención, porque significa la asunción de María por el Espíritu Santo y de esta forma la coloca en el lado de lo Divino. Por eso se profesa que es Madre de Dios.
La Iglesia que se derivó de la herencia de Jesús está dirigida exclusivamente por varones que detentan todos los medios de producción simbólica. La mujer durante siglos ha sido considerada como persona no-jurídica y hasta el día de hoy es excluida sistemáticamente de todas las decisiones del poder religioso. Una mujer puede ser madre de un sacerdote, de un obispo y hasta de un Papa, pero nunca podrá acceder a funciones sacerdotales. El varón, en la figura de Jesús de Nazaret, fue divinizado, mientras la mujer se mantiene, según la teología común, como simple creatura, aunque en el caso de María haya sido Madre de Dios.
A pesar de toda esta concentración masculina y patriarcal, hay un texto del Génesis verdaderamente revolucionario, pues afirma la igualdad de los sexos y su origen divino. Se trata del relato sacerdotal (Priestercodex, escrito hacia el siglo VI-V a.C.). Ahí el autor afirma de forma contundente: “Dios creó la humanidad (Adam, en hebreo, que significa los hijos e hijas de la Tierra, derivado de adamah: tierra fértil) a su imagen y semejanza; varón y mujer los creó”(Gn 1,27).
Como se deduce, aquí se afirma la igualdad fundamental de los sexos. Ambos anclan su origen en Dios mismo. Este sólo puede ser conocido por la vía de la mujer y por la vía del varón. Cualquier reducción de este equilibrio, distorsiona nuestro acceso a Dios y desnaturaliza nuestro conocimiento del ser humano, varón y mujer.
En el Segundo Testamento (NT) encontramos en San Pablo la formulación de la igual dignidad de los sexos: “no hay hombre ni mujer, pues todos son uno en Cristo Jesús” (Gl 3,28). En otro lugar dice claramente: “en Cristo no hay mujer sin varón ni varón sin mujer; como es verdad que la mujer procede del varón, también es verdad que el varón procede de la mujer y todo viene de Dios” (1Cor 11,12).
Además de esto, la mujer no dejó de aparecer activamente en los textos fundacionales. No podía ser diferente, pues siendo lo femenino estructural, siempre emerge de una u otra forma. Así, en la historia de Israel, surgieron mujeres políticamente activas, como Miriam, Ester, Judit, Débora, o anti-heroínas como Dalila y Jezabel. Ana, Sara y Ruth serán siempre recordadas y honradas por el pueblo. Es inigualable el idilio, en un lenguaje altamente erótico, que rodea el amor entre el varón y la mujer en el libro del Cantar de los Cantares.
A partir del siglo tercero a.C. la teología judaica elaboró una reflexión sobre la graciosidad de la creación y la elección del pueblo en la figura femenina de la divina Sofía (Sabiduría; cf. todo el libro de la Sabiduría y los diez primeros capítulos del libro de los Proverbios). Lo expresó bien la conocida teóloga feminista E. S. Fiorenza: “la divina Sofía es el Dios de Israel con figura de diosa” (Los orígenes cristianos a partir de la mujer, San Paulo 1992, p. 167).
Pero lo que penetró en el imaginario colectivo de la humanidad de forma devastadora fue el relato antifeminista de la creación de Eva (Gn 2, 21-25) y de la caída original (Gn 3,1-19). Literariamente el texto es tardío (en torno al año 1000 o 900 a.C). Según este relato la mujer es formada de la costilla de Adán que, al verla, exclama: “He aquí los huesos de mis huesos, la carne de mi carne; se llamará varona (ishá) porque fue sacada del varón (ish); por eso el varón dejará a su padre y a su madre para unirse a su varona, y los dos serán una sola carne” (Gn 2,23-25). El sentido originario buscaba mostrar la unidad varón/mujer (ish-ishá) y fundamentar la monogamia. Sin embargo, esta comprensión, que en sí debería evitar la discriminación de la mujer, acabó por reforzarla. La anterioridad de Adán y la formación a partir de su costilla fue interpretada como superioridad masculina.
El relato de la caída aún es más contundentemente antifeminista: “Vio, pues, la mujer que el fruto de aquel árbol era bueno para comer… tomó del fruto y lo comió; se lo dio a su marido que también comió; inmediatamente se les abrieron los ojos y se dieron cuenta de que estaban desnudos” (Gn 3,6-7). El relato quiere mostrar etiológicamente que el mal está del lado de la humanidad y no de Dios, pero articula esa idea de tal forma que revela el antifeminismo de la cultura vigente en aquel tiempo. En el fondo interpreta a la mujer como sexo débil, por eso ella cayó y sedujo al varón. De aquí la razón de su sumisión histórica, ahora teológicamente (ideológicamente) justificada: “estarás bajo el poder de tu marido y él te dominará” (Gn 3,16). Para la cultura patriarcal Eva será la gran seductora, la fuente del mal. En el próximo artículo veremos cómo esta narrativa machista deformó una anterior, feminista, para reforzar la supremacía del varón.
Jesús inaugura otro tipo de relación con la mujer, lo veremos también próximamente