El hecho de que se haya abordado ya el debate de la despenalización de las drogas en la palestra pública es ya un avance. Es un avance en el sentido de que nuestra sociedad es un poco más abierta. De que se puede hablar de temas otrora prohibidos por un pudor estéril.
Creo sinceramente en las buenas intenciones de los que participan de esta discusión, pero a la fecha no me parece que la cuestión tenga clara respuesta.
Primero porque para considerar la disyuntiva con responsabilidad y rigor, debemos dejar de hablar de “las drogas”, porque el término “droga” en un sentido estricto concierne tanto al paracetamol como al crack. Cada droga tiene sus efectos específicos, cada una ha recorrido un camino particular en la historia de la humanidad y ha encontrado, las que allí han llegado, su propio camino hacia la penalización.
Podríamos intentar agrupar las sustancias, ya para hacernos una idea pertinente del efecto de su despenalización de un punto de vista psico-social, en drogas blandas y drogas duras. Si bien se puede presentar como un ejemplo la despenalización exitosa de la marihuana en Holanda, tengo muchas dificultades para imaginar un proyecto exitoso que incluya la heroína o el crack, por ejemplo. No se puede elaborar un proyecto de despenalización riguroso sin tener en cuenta los efectos de dependencia y de tolerancia como variables.
Sin duda el debate se motiva por el gran golpe al narcotráfico que supondría la despenalización, tal sucedió en Estados Unidos a principios del siglo XX con la legalización del alcohol. Pero lo que sucedió también con la despenalización del alcohol fue el aumento de su consumo.
La penalización le otorga sin duda poder a los carteles, pero también lo hacen las desigualdades sociales. Para individuos sin educación que les cuesta ganarse con su trabajo una vida digna les es más fácil poner su vida en riesgo cada día. La sensación de no tener nada o poco que perder entra en la ecuación. El narcotráfico tiene asidero en la miseria. Allí se enquista y se alimenta.
Pienso en los adolescentes que son un grupo de alto riesgo. En su crisis de identidad intentan de diferenciarse de sus padres y de los adultos en general. Esto les lleva a no escuchar o sólo escuchar a medias los consejos que provienen de los adultos. Las reglas tienen una función organizadora.
Eso no les impide romperlas sino de intentar encuadrar sus energías. Un gran porcentaje de adolescentes incurre en el consumo de drogas, legales o no. Algunas drogas pueden servir como escape a tensiones intrapsíquicas o interpersonales. Asumir que esos adolescentes podrán enfrentar las trampas que se esconden detrás de ciertas drogas o enfrentarlas con responsabilidad, estando ellas más presentes en su medio social, o esperar que sirvan como algún tipo de selección natural me plantea ciertos problemas como solución.
No pretendo tener una respuesta, pues no la tengo. Estoy abierto al debate. A posibilidades que no yo no haya aún ponderado. Apoyo la despenalización de las drogas blandas. Las llamadas drogas duras, sin embargo, plantean a mi parecer un riesgo para la estructura social. Hay drogas que son incompatibles con la vida en sociedad. Habrá claro que ponderar con cuidado los riesgos y ponerlos en la balanza.