La crisis que nos abate no es sólo de carácter económica, por más que los problemas en esa área nos agobien. La crisis nacional es de naturaleza mucho más amplia y acuciante. Nuestra realidad la muestra cada día y es imposible ocultarla y en extremo peligroso tratar de ignorarla para no avergonzarnos de ella o para rehuir las responsabilidades que nos competen.

La crisis a la que me refiero es la que se da en los barrios marginados, a ratos más extensos y populosos, donde la promiscuidad ronda por doquier, los vicios corrompen a las juventudes y estrechan el futuro de grandes comunidades de gente sin futuro y con escasas posibilidades de salir del mundo de miseria y desesperanza en que habitan. La otra cara de esa crisis es de carácter esencialmente moral y ética, en cuyo terreno crecen y se reproducen los peores hábitos administrativos y en donde la oportunidad de enriquecimiento ilícito viene con cada designación en el gobierno.

Las distintas realidades que coexisten, todavía pacífica y ordenadamente, en la sociedad dominicana, constituyen una amenaza latente a la supervivencia de la relativa paz y tranquilidad laboral que hemos vivido en las últimas décadas. Pero es claro que tal equilibrio es muy precario y a menos que impactemos positivamente las oportunidades de esa inmensa capa de población, una considerable parte de la cual subsiste en condiciones de pobreza extrema, el péndulo girará en el sentido contrario a como lo ha hecho hasta ahora.

Los niveles de crecimiento alcanzados por la economía en los últimos cincuenta años han ido acompañados de un fenómeno cada vez más pronunciado de concentración de recursos y eso ha hecho paradójicamente al país más pobre de lo que sugiere la máscara de progreso bajo la cual se oculta nuestra penosa realidad social. La situación demanda de una  urgente concertación que implique un pacto social de largo alcance.