En las crónicas cotidianas, el concepto de evolución en el hombre, es uno que, con lamentable regularidad, es otorgado a aquellos que reflejan crecimiento en sus fuentes monetarias, o peor aún, aquellos que mejor saben exhibirlas. Cada vez más, los avances o crecimientos de orden educativo, dirigencial o altruista, son marginados, ante las obligadas herramientas de self-promotion o marca-persona que estamos viviendo en las redes sociales. Aunque el método de valoración sobre lo vano pareciera una ocurrencia de la era, en realidad no es un diagnóstico de los tiempos.

El que la evolución de un ser o un grupo social sea tan solo medida por su crecimiento económico o el que proyecta, en realidad, es un malestar antropológico que nos llegó, el día que decidimos que todo lo de la tierra, podía ser arrebatado y apropiado de manera individual e inequitativa, ignorando que, en realidad, ella en su totalidad, la tierra, era completa para cada uno y todos nosotros. El que más ha tenido, lo ha tenido todo y el que menos también. Pues como me contó un campesino mejicano una vez, “el día que comience a pensar que el no tener un vehículo o un gran televisor me hace pobre, desde ese día en lo adelante, lo seré”.

La madurez, el tiempo y nuestra propia evolución confirman, que las mediciones de poderío o posesión, no eran ni son necesarias. Sin embargo, hay que determinar las referencias de medición, si es que queremos entender la maduración o evolución de un grupo o segmento social, como aquí nos hemos dispuesto. En el caso del interés de este ejercicio, lo son las diásporas que hoy ocupan espacios valiosos dentro de la sociedad y las cuales ya no son vistas como agrupaciones de exiliados, sino como parte plena del tejido de una nación. Irónicamente, aquellos ya excluidos de la definición de “minorías”.

Exceptuando a todos aquellos que fueron víctima de la esclavitud, a lo largo de la historia humana, cada Era tiene una región en el planeta, donde el florecer de la prosperidad o las respuestas a ansias y ambiciones de aquellos llamados “hombres libres”, es considerada como destino. En los pasados cinco siglos, el hemisferio ha sido el hoy Continente Americano y en los últimos cuatro, específicamente los territorios que terminaron por llamarse los Estados Unidos.

Pasada la Segunda de las Guerras, el Congreso Norteamericano propone abrir las puertas a ciudadanos de los territorios afectados y a otras etnias, pero el favoritismo hacia los europeos continuaría, exponiendo así la necesidad de otra revisión legislativa.

Las motivaciones para emigrar se basan y se justifican sobre libertades innatas; la necesidad de fugar un conflicto bélico o de persecución; huir la criminalidad o preservar la seguridad personal; tener acceso a mejores ofertas educativas o trato médico y las oportunidades que conlleven hacia una mejor estabilidad económica o emocional. La mayoría de las estimulaciones, caen en una de esas definiciones.

Como miembro de una diáspora, en este caso, la dominicana, por mi parte, y creo que para el resto de mis compatriotas desplazados, es necesario ver las comunidades que tienen más tiempo en esta nación, para así poder comprender su pasado y el futuro nuestro. Es preciso ver en qué momentos estas comenzaron a incidir sobre sus sociedades. Necesitamos esa referencia evolutiva.

Ahora, aunque no podemos categorizarla como diáspora, visto la falta de estructura social en el territorio de entonces, comencemos con quienes hoy llamamos “peregrinos”, como punto de partida. A pesar de existir evidentes diferencias entre historiadores, el relato que todos han optado por aceptar como real, es el que cita que a pesar de que antes del año 1600 ya en América había varios originarios de Europa, no es hasta que este grupo de cien y tantos puritanos llega, que se puede argumentar como el inicio de pobladores ajenos al continente. Motivados por libertades religiosas, arribaron desde Inglaterra, a las costas de lo que hoy llamamos Massachusetts, en el año 1620 y con ello, el estreno del flujo de agrupaciones.

A lo largo del siglo 17 y el subsiguiente, a los ingleses les siguieron los holandeses, los franceses, uno que otro germánico y un puñado de españoles. Una devastadora hambruna en Irlanda, a mediados del siglo 19, los obligaría a expatriarse, llevándolos a ser casi la mitad de los inmigrantes del territorio oriental de la joven nación del Nuevo Mundo. Seguido, más de 5 millones de germánicos vendrían a cultivar las tierras del Mid-West, para esa misma época. Por su parte, el continente de Asia, haría sus aportes, por medio de decenas de miles de chinos, por el oeste, siguiendo los rumores de la bonanza de California y el oro. Y de repente, por causa de la Guerra Civil y la subsiguiente depresión, así como escaló, la determinante ola migratoria mermó.

Décadas desfilarían y con ello, la industrialización traería una nueva cresta. Cortejado por legislaciones que favorecían a europeos por encima de orientales y latinos, en apenas 40 años, entre 1880-1920, América recibiría más de 20 Millones de inmigrantes. Todos del Centro, del Este y el Sur de Europa. Antes del nuevo siglo, en menos de diez años, ya 600,000 italianos se habían sumado a esa cifra. No obstante, estos desplazados por voluntad propia, al poco tiempo se encontrarían con una Guerra Mundial y otra depresión, en un país donde solo habían ido en busca de porvenir.

Pasada la Segunda de las Guerras, el Congreso Norteamericano propone abrir las puertas a ciudadanos de los territorios afectados y a otras etnias, pero el favoritismo hacia los europeos continuaría, exponiendo así la necesidad de otra revisión legislativa. El resultado cedió un Acta que rendía cuotas, según los hemisferios. Y es ahí, para la segunda mitad del siglo 20, que los latinos comenzamos a llegar cuantiosamente. Los puertorriqueños por la facilidad que le brindaba su estatus y los mejicanos por la accesibilidad territorial, llegarían a ocupar las plazas que, hasta décadas previas, ocupaban los inmigrantes de inicio de siglo. Tras cada ola migratoria, surge un relevo en las ocupaciones.

Para mejor apreciar el proceso evolutivo de nuestra diáspora dominicana, tomemos como referencia, aquellas otras congregaciones que han llegado a ocupar primeros planos, dentro de la jerarquía social de la nación americana. En especial los descendientes del mediterráneo, los irlandeses, y los primeros latinos en llegar. Estos han proyectado una ascensión similar, a lo largo de las cinco o seis décadas, hasta convertirse en parte del tejido de la sociedad.

Desde el periodo industrial, en la mayoría de los casos, las diásporas agotan unos patrones de inclusión en la sociedad, muy parecidos entre sí. Sucedió con los italianos, los irlandeses y los puertorriqueños en la costa este de la nación americana. Pero lo mismo se pude decir de la costa oeste y frontera suroeste, con los filipinos, los mejicanos y los coreanos. Ya sea por limitaciones en el idioma o limitada capacidad, en la etapa inicial es donde sus miembros mayormente recurren a trabajos informales o técnicos; mano de obra industrial o barata y experimentos con la criminalidad de manera desorganizada. Para nosotros, los descendientes de la patria de Duarte, ese periodo fue entre los años 70 y los correspondientes al inicio de los 80.

Ese es el periodo de mayor discriminación por parte de los que hasta recientemente eran discriminados. Es un patrón. A los más recientes, intencionalmente o no, se les margina de información, facilidades, viviendas, centros de estudios y hasta seguridad. En fin, esa etapa inicial es la más difícil, porque llegan a la realidad de que están siendo excluidos de todo aquello por el cual se habían convencido que venir a Estados Unidos.

Aunque los habrá quienes nunca superen esas capacidades, evitando insertarse, las décadas subsiguientes se ven definidas por pequeños ejemplos de improvisación en negocios formales, una mayor participación social vía instituciones, mayor presencia en trabajos fijos por hora y los primeros ejemplos de servicio policial y militar, los cuales se contraponen a una criminalidad más madura y organizada. Para esta época, comienza a surgir negocios bilaterales con el umbral y una emigración de los originarios, hacia otras ciudades. Motivados por la saturación demográfica, las limitadas oportunidades y el interés sobre cosas menos parecidas a su lugar de origen, comienzan a surgir nuevas comunidades, en lugares ajenos al originario de la diáspora. Para nosotros ese periodo comprendería el inicio de los ochenta y se extendería hasta los 90.

Antes de iniciar esa tercera década, las agrupaciones sociales incrementan su servicio social, policial y militar, se comienzan a ver opciones de carreras educativas o de la salud, visto la seguridad estatal que representan estas. De igual modo, surgen mayores inversiones en negocios formales y los informales empiezan a evaporarse. La criminalidad se nivela y se eleva la participación institucional demográfica y exclusiva a la diáspora. También surgen emprendimientos en la comunicación de radio, televisión y periódicos.

La relevancia política, económica y cultural, conjuntamente con la proporción estadística, surge a partir de la cuarta década de la existencia del éxodo. Pero esa condición solo germina si esta es participativa. Puede que incluso, la congregación se quede mermada en este estado, nunca superándolo. Tal es el caso de los chinos y los salvadoreños, quienes a pesar de su largo tiempo en la nación y su alta población, están segregados y no poseen una plataforma colectiva o importantes representantes sociales. Nosotros los dominicanos del sureste, siendo una comunidad más joven, apenas hemos alcanzado este estado.

La quita década se determina por ser una llena de contribuciones. Es en este periodo que se establecen las tribunas y poderíos políticos, financieros y culturales. Ya hay medios con destino exclusivo hacia la población, se crean vínculos tangibles entre la tierra de origen y los exiliados. Sus sabores, comunicadores, escritores, deportistas y artistas no están sujetos tan solo al gusto de sus compatriotas. Esta es la etapa donde se encuentran los dominicanos de las ciudades del nordeste. Es el periodo de mayor visibilidad y posiblemente hasta el de mayor riesgo, visto el poder que portan.

Entrando la sexta década, las diásporas comienzan a tener menos contacto con la nación de origen, pues miembros de ella, no tienen referencias de la vieja tierra. Se inicia la definición de grupos con carácter étnicos y el abandono del término diáspora. Y la integración al tejido de la nación, se visualiza. Es aquí cuando comienzan a auto-referirse como “descendientes” o “de origen” tal. El más evidente simbolismo no es político, es judicial, institucional y empresarial. Cuando figuras de origen tal, comienzan a encabezar estrados, departamentos gubernamentales, instituciones financieras y empresas de importancia, entonces podemos decir que ya hemos evolucionados. A partir de entonces, ya no seriamos una diáspora.