El próximo 26 de enero la nación dominicana conmemorará el bicentenario de su fundador. Como es usual en estos casos, se realizarán actos protocolares, se pronunciarán ostentosos discursos y se proclamará como destino de la ciudadanía el cumplimiento del proyecto duartiano.

Las sociedades construyen narrativas para dotar de sentido sus acciones y su lugar en la historia, pero la credibilidad de las mismas debe tener un mínimo de conexión con el sistema de prácticas cotidianas de sus habitantes. Por ejemplo, una sociedad puede poseer un mito sobre el heroísmo de sus ciudadanos, pero será difícil su interiorización si la historia práctica de esa comunidad muestra reiterados episodios de cobardía.

Los protagonistas de las narraciones políticas, al igual que los héroes de los mitos religiosos, requieren que sus éxitos sean recreados periódicamente para mantener su vitalidad. El desfase entre el héroe de la narrativa y la realidad termina anquilosando al héroe y diluyendo al mito. Este también es válido para la figura de Juan Pablo Duarte.

¿Es comprensible hoy el relato de un hombre cuya historia nos habla del sacrificio personal hasta el límite mismo de la aniquilación por la realización de un sueño de libertad?

¿Cómo ser partícipes de este sueño si el día a día dominicano es la pesadilla del autoritarismo?

¿Cómo creer el mito de que “la política es la ciencia más pura y la más digna después de la filosofía” cuando  las prácticas políticas dominicanas ruborizarían a Al Capone?

El carácter moral se va conformando a partir de arquetipos o modelos de conducta, pero a la vez, los arquetipos y prototipos se refuerzan a través de su interiorización en el sistema de prácticas cotidianas.

Como he insistido anteriormente, esto significa que las personas aprenden a comportarse del modo en que lo hacen mucho más por la asimilación de ejemplos conductuales y mecanismos institucionales de disuasión que por escuchar preceptos o discursos apologéticos sobre los héroes.

Y aquí subyace la tragedia de la dominicanidad. Nuestra historia ha sido un constante desfase entre el decir y el hacer.

Hace unos meses, critiqué en esta columna una campaña publicitaria dirigida desde el Despacho de la Primera Dama de la pasada administración. Dicha campaña se basaba en historias ingenuas sobre personas comunes que hacían “buenos actos” y al final la vida los premiaba con el éxito. Estas historias felices son desmentidas por las verdaderas historias del dominicano común cuyos desenlaces no son tan halagüeños.

Son estas últimas historias vividas y compartidas las que nos hablan de quienes son los verdaderos héroes victoriosos de la dominicanidad, dejando a sus próceres como meros fantasmas a los que se les rinde culto por protocolo, pero sin relación alguna con nuestras vidas.

No es casual que en una parte importante del imaginario popular dominicano subyace la idea de un patricio “soñador”, “sin los pies en la tierra”, “poco práctico”. No puede ser menos en una tierra donde el culto al pragmatismo es el signo distintivo del quehacer político y sus devotos alcanzan, con su autoperpetuación en el poder, la fama y la gloria.

Ese imaginario juzga a sus héroes en función del éxito. Vaya criterio para una historia de héroes derrotados.

Muchas naciones tuvieron héroes exiliados, torturados y asesinados. Su éxito radica en el legado de los ideales concretizados en instituciones y acciones que día a día lo justifican con todas las limitaciones y obstáculos característicos de las debilidades humanas. Cada acción en la dirección de los ideales fundadores de la nación es una pequeña victoria en el proyecto inconcluso de una sociedad.

Pero al mismo tiempo, cada acción contraria a esos ideales constituye una pequeña derrota en la conformación del proyecto colectivo.

Depende de nuestras decisiones y acciones cotidianas más que de nuestros discursos y homenajes al patricio que estas derrotas sean reversibles.