Texto a propósito de la presentación de la obra Crónica sin tiempo, de la autora homónima en el Centro León de Santiago de los Caballeros, 8 de septiembre 2021.
En su incomparable Brevísima relación de la destrucción de las Indias fechada en 1552, Fray Bartolomé de las Casas escribe sobre lo acontecido en esta tierra nuestra apenas seis décadas posterior al mal llamado “descubrimiento” de América: En la isla Española, que fue la primera, como dijimos, donde entraron cristianos e comenzaron los grandes estragos e perdiciones destas gentes e que primero destruyeron y despoblaron, comenzando los cristianos a tomar las mujeres e hijos a los indios para servirse e para usar mal dellos e comerles sus comidas que de sus sudores e trabajos salían, no contentándose con lo que los indios les daban de su grado, conforme a la facultad que cada uno tenía (que siempre es poca, porque no suelen tener más de lo que ordinariamente han menester e hacen con poco trabajo e lo que basta para tres casas de a diez personas cada una para un mes, come un cristiano e destruye en un día) e otras muchas fuerzas e violencias e vejaciones que les hacían, comenzaron a entender los indios que aquellos hombres no debían de haber venido del cielo; y algunos escondían sus comidas; otros sus mujeres e hijos; otros huíanse a los montes por apartarse de gente de tan dura y terrible conversación. Los cristianos dábanles de bofetadas e puñadas y de palos, hasta poner las manos en los señores de los pueblos. E llegó esto a tanta temeridad y desvergüenza, que al mayor rey, señor de toda la isla, un capitán cristiano le violó por fuerza su propia mujer.
La recopilación histórica y cronológica de tales hechos, su carácter literario narrado en primera persona y en lenguaje directo, casi personal, hacen de este contundente documento una arquetípica pieza ilustrativa de la crónica, género que a propósito de la presentación de la obra que hoy nos convoca, traspasa los límites del documento periodístico. En efecto, he detallado los rasgos de un género que había nacido en el mundo egipcio, crecido en la Grecia clásica a manos de Heródoto, en la Roma Imperial de Suetonio y Tácito, durante los turbulentos tiempos coloniales en las plumas de Álvar Núñez Cabeza de Vaca, Américo Vespucio, el Inca Garcilaso de la Vega, e incluso la del propio Almirante Cristóbal Colón.
Hoy, época de inmediatez tecnológica y de la subsecuente liquidez del vertiginoso existir hipermoderno, afortunadamente la crónica ha sobrevivido y evolucionado como el subgénero literario que incorpora rasgos de las disciplinas sociales, la antropología, la etnografía y sociología incluidas, a fin de recrear la realidad acontecida en el tiempo presente, y también la sucedida en el pasado. Ha superado, pues, el testimonio que parte de la experiencia personal para traspasar al terreno de la documentación histórica que no sólo da a conocer, sino que propone con la riquísima y necesaria hibridez que la prosa regala.
Así, tal como ha enunciado el mexicano Juan Villoro en referencia a la crónica contemporánea, “si Alfonso Reyes juzgó que el ensayo era el centauro de los géneros, la crónica reclama un símbolo más complejo: el ornitorrinco de la prosa. (Porque) de la novela extrae la condición subjetiva, la capacidad de narrar desde el mundo de los personajes y crear una ilusión de vida para situar al lector en el centro de los hechos; del reportaje, los datos inmodificables; del cuento, el sentido dramático en espacio corto y la sugerencia de que la realidad ocurre para contar un relato deliberado, con un final que lo justifica; del teatro grecolatino, la polifonía de testigos, los parlamentos entendidos como debate; del ensayo la posibilidad de argumentar y conectar saberes dispersos; y de la autobiografía, el tono memorioso y la reelaboración en primera persona (…).”
En el libro que hoy se presenta, Marcela Montes de Oca de Mirabal (también conocida como Antonia González) hace justo honor a aquello; en lenguaje sencillo, con frecuencia apertrechada de conveniente picardía y sarcasmo, y en otras (casi siempre), blandiendo un sutil y crítico optimismo, comenta remembranzas, tragedias y alegrías de los hombres y mujeres que habitan el terruño, y también la de sus congéneres esparcidos por todos los rincones de los continentes. Lo hace con la aguda visión de aquel que comprende, y ha asumido, el globalizado devenir del Homo Sapiens finisecular. Lo logra sin abandonar el imprescindible microcosmos familiar al cual rinde homenaje a través de las experiencias vivenciales junto a sus vástagos, cuasi omnipresentes en los comentarios que llenan las páginas de Crónicas sin tiempo.
Bastaría detenerse a ojear el índice de esta obra para sospechar que la autora ha leído de todo, ha conocido a todos, y le ha preocupado e interesado todo. O al menos casi todo lo acontecido en una treintena de años: la literatura de René Del Risco, ese gigante petromacorisano de sus años mozos que ya no volverá; la del Juan Bosch eterno maestro; la del inmortal Mir y el Hemingway universal. Los espacios culturales de su entrañable Santiago de los Caballeros, Casa de Arte y este maravilloso Centro que nos acoge. Las Bellas Artes, todas y cada una esparcidas en las 300 páginas del volumen que hoy celebramos ya sea en las muestras de bienales nacionales y marginales, en las paradigmáticas obras del Prado madrileño, o en las de cualquier otra capital cultural del viejo continente donde Marcela posó su cuidadosa mirada.
Aún más: el lenguaje y la defensa de la eñe; las carencias hospitalarias, el huracán Katrina y los imperecederos disturbios de Los Ángeles tras el incidente Rodney King; la transdominicanidad neoyorquina, y los avatares de la cultura y existir de los cocolos; la Guerra del Golfo y el desgarrador devenir de Haití, “nuestro hermano siamés”; los accidentes políticos acaecidos en África, Norteamérica, o Kabul; en suma, toda sacudida a la que el humano sensibilizado ha sido sometido, afortunadamente constituye una preocupación para la autora que nos ocupa.
Cabe un necesario punto y aparte en mis apreciaciones para indicar que, hasta aquí, hemos abordado sólo una de dos valoraciones esenciales en esta colección, la de la crónica como género literario. La segunda, sin embargo, es, a nuestro modo de ver, quizás la de mayor trascendencia. Hablo del concepto tiempo, obsesión que desde los orígenes de la civilización preocupó al Hombre pensante. A musulmanes y chinos, en particular, grupos que poseían una muy precisa visión de él, y, por ende, diseñaron calendarios según las estipulaciones de sus concepciones místicas (a partir de la huida de Mahoma desde Meca a Medina, en el caso de los primeros, o empleando la rotación de los astros y el solsticio de invierno en los últimos).
Mas, el Hombre hubo de esperar hasta las postrimerías de la Edad Media para que aparecieran los primeros relojes en la Europa del siglo XIII y XIV. Posterior a las campanas medievales, cuyos sonidos habían dominado el rumor de la cotidianidad, sus duelos y alegrías, los hechos triviales y los grandes acontecimientos, en palabras de Huizinga, arribó el reloj-objeto. El dispositivo que obligará al Hombre a abandonar el pasado y con él sus preocupaciones sobre la eternidad a fin de abrazar el presente una vez por todas. Presente, motor y agente transformador que alimentará la continuidad histórico-temporal que le lanzará a la Modernidad. Presente, por supuesto, como agente de ruptura y contraste entre pasado y el ahora, ubicuo rasgo evidente en los textos de Marcela.
Nuestra autora enuncia lo antes dicho con elegancia y contundencia cuando confiesa que, para ella, existen dos tiempos: el que cuenta y mide los movimientos del reloj y el viaje del calendario ―los minutos, las horas y los meses― y el que ella asume como su tiempo: “El tiempo que no podemos medir ni contar ―dice― que se viste de duendecillo o de liliputiense o de mariposa de alas doradas y que juega con el otro tiempo, se esconde entre nubecillas, aparece y desaparece escurridizo y veleidoso”.
He de concluir: la autora que hoy celebramos, a todas luces, ha viajado por los rincones del mundo desde su hogar y a través de la lectura ha vivido y sentido en la piel los efectos de la errancia y el desarraigo recordando su San Pedro de Macorís ancestral aferrada a una bandera verde de la Estrellas Orientales aun residiendo en una ciudad irrevocablemente amarilla. Esta cronista sin edad nos ha regalado una valiosísima obra que hará que las cosas perduren y felizmente no sean vencidas por las polillas. No por coincidencia ella cierra el círculo atemporal de estos textos con una nota inédita que tituló Mosquitisol, donde la evocación al origen en aquella otrora próspera provincia petromacorisana se hace espejo a fin de reflexionar.
Narrando el origen de su ciudad natal, designada como tal justo un septiembre de 1882 a partir de la aldea de pescadores “Mosquitos y Sol”, Marcela sella este libro alertándonos que, como ya ha anunciado el poeta, “…no importa el tiempo, las distancias y las ausencias; siempre seremos del lugar de donde estén nuestros recuerdos”.