Hace algunas semanas, cerca de las dos de la tarde estaba entrando en el edificio donde resido; ese día venía de una audiencia. Decidí pasar por casa antes de dirigirme a la oficina y resulta que sin darme cuenta todavía llevaba la toga puesta.   Cuando el portero del edificio me ve, como siempre muy diligente, me ofrece ayuda para cargar el maletín y los libros que llevaba en las manos: “venga doña a ayudarle”-Le pase el maletín y le di las gracias.

En el ascensor venía pensando en el reporte que debía de hacer al cliente, cuando de repente noté que el portero me miraba extrañado y de repente me pregunta: “Doña, y ¿por qué una persona como usted escogió esa profesión?”. La pregunta me agarró “fuera de base” y le pedí que me explicara su inquietud.  Salimos del ascensor y en el lobby del piso de mi apartamento el portero me dijo: “Doña, pero usted sabe que los abogados no son fáciles, son bellacos y usted es tan buena gente que si no le hubiese visto la toga jamás me hubiera imaginado que usted era abogada”.

Realmente pude contestar la típica respuesta de: “hay abogados buenos y hay abogados bellacos”, algo así como “en la viña del Señor hay de todo”.  Hubiese sido una respuesta genuina y políticamente correcta.  Sin embargo, su respuesta me sorprendió y me puso a pensar, a tal punto que no le pude contestar, solo le sonreí.  El portero creyendo que me había ofendido, me dice “doñita, pero no se me ofenda, no era para ofenderla”.  En ese momento, le dije: “no me ofendiste, me dejaste pensando”.

Ciertamente, fue así, me quedé pensando, durante días y semanas, dando vueltas al hecho de que el portero de mi edificio, que es un buen hombre respetuoso y trabajador entendiera que mi profesión no estaba acorde con mi persona, pues yo era “buena gente”.  Más me preocupó, que el portero relacionara la idea de “no ser fácil”  o de “ser bellaco” con la de abogado, o que entendiera, que existía una suerte de incompatibilidad entre ser buena persona y ejercer la abogacía. Me planteé que quizás debí terminar la conversación con un simple “no todos somos iguales”, pero creo que no era, ni es una respuesta suficiente.

Sin duda la percepción del portero cuando me vio usando la toga, no es una aislada. Creo que el ciudadano común, tiene una relación de amor y odio con nosotros los abogados, por un lado, admiran la capacidad de estudio o los discursos y escritos que llevamos a cabo para defender sus causas, pero al mismo tiempo y contrario a antaño, nos perciben con desconfianza, como personas indolentes ante su situación, con tal de “ganarse lo suyo”.  Nuestro rol en la sociedad se ha desdibujado.

Atrás quedaron los tiempos en donde el abogado era percibido como el hombre culto, que por su intelecto y forma medida era el llamado entre sus pares para ser componedor de problemas sociales. Hoy en día, somos testigos de un fenómeno caracterizado por una visión distorsionada de nuestro rol, que en el ojo del ciudadano común nos aleja del defensor de causas justas y nos acerca a uno de mercaderes de nuestra profesión.

En nuestra opinión la desvirtuación del rol del abogado en la sociedad se debe a dos factores: de una parte, la masificación de los servicios del derecho y, de la otra, un mal manejo de nuestra clase, los abogados, que no hemos sabido redimensionar o adaptar nuestro rol social a esta nueva sociedad capitalista.

La masificación de los servicios como resultado del aumento y la especialización de la demanda de estos, no es una situación que solo afecta al derecho, sino que también afecta a otras profesiones como la medicina.  Masificar como sinónimo de aumento extraordinario en la diversidad y cantidad de la oferta de servicios legales, no necesariamente debe implicar la cualquierización de la profesión. Pero de un modo u otro, esto ha pasado.

El abogado es un profesional que por su formación está preparado para reparar, componer las relaciones sociales de sus pares.  Por esa misma razón, junto al legislador y al juez puede contribuir con su ejercicio a la creación de la regla de derecho que regirá estas mismas relaciones.  Tradicionalmente, el abogado en tanto profesional liberal debería ser una suerte de super hombre que mediante su consejo y guia coadyuva a lograr una solución que contribuya al fortalecimiento de la sociedad;  pero cuando el abogado (que está llamado a sobrevivir como sus pares en una sociedad de consumo muchas veces despiadada) se le olvida su rol original, no sólo pierde el y la sociedad, perdemos todos los abogados.

Para muchos abogados, el tema de su rol como ente social carece de relevancia y obedece a un ejercicio de pensamiento utópico o filosófico alejado de lo actual.  Simplemente palabras bonitas que están alejadas de su verdadera batalla diaria, la cual tiene por objetivo,  cubrir sus gastos personales y los de su ejercicio al fin de mes.  Todos nos enfrentamos con este mismo dilema, abogados o no, la lucha por la supervivencia económica es una realidad innegable.

Ahora bien, nuestra falta como abogados está en no saber compatibilizar ambas verdades.  Pues, así como buscamos constantemente la forma de hacernos más atractivos a posibles clientes, no debemos abandonar el empeño de mantener nuestra esencia original y adaptarla a esta convulsionada realidad.

¿Cómo sobrevive el abogado, sin alejarse de su rol social? ¿Cómo adapta su rol original de componedor social de los conflictos de sus pares, a la vez que es competitivo en una sociedad capitalista y de consumo? La respuesta lejos de ser compleja es simple.  Lo primero es comprender que el abogado está llamado a servir a sus pares y que este rol de servidor y de componedor es de la esencia misma de nuestra profesión.  Lo segundo es identificar que sus pares no son otros abogados, sino el ciudadano común. Tercero, comprender que servir no es regalar su trabajo, sino diversificar la forma en que contribuye con la sociedad asumiendo roles distintos al de su profesión, donde su formación también sea útil.  Cuarto, manteniendo un comportamiento que dignifique su rol en la sociedad. Quinto, rechazar, en vez de aplaudir o ensalzar, comportamientos incorrectos de otros abogados, que no hacen más que contribuir a la percepción social negativa de nuestra profesión.  Sexto, debemos ser críticos constructivos de nuestra clase.  Siempre le he dicho a mis alumnos, se corrige lo que importa.  No debemos seguir siendo indolentes a esta percepción errónea de nuestro gremio, es nuestra responsabilidad que la misma cambie.

Los abogados tenemos un rol decisivo en el cambio y en el desarrollo social.  La función del abogado debe volver a retomar su concepción original como profesional liberal defensor de las causas justas y componedor de las relaciones sociales entre sus pares.  No desfallezcamos en este camino de demostrar con nuestras acciones diarias que para nosotros los abogados el derecho no es un negocio, sino que es nuestra vocación.