“Las ciudades no son otra cosa que monstruosas yuxtaposiciones de soledades”. Ernesto Sábato
Un barrio es una ciudad en miniatura. Vista ésta en la distancia, desde lo alto de un aeroplano, se puede visualizar como un conjunto de mesuras catastrales, no importa que el espacio urbano que se mire sea París, Roma o Buenos Aires. Pero existe aún una unidad más pequeña que el propio barrio y son las calles que le dan forma. Hoy voy a tratar de sobrevolar el espacio aéreo de la ciudad de Santo Domingo, para recorrer luego lo que ayer fueran Las Arras o Los Potreros de Venturita, zona que después, pasado el tiempo, sería conocida como Villa Juana. Y no haré tan solo una parada para nombrar este lugar, sino que penetraré sus calles, hasta llegar en concreto a una de ellas para poder detenerme en sus detalles y trazar su silueta.
Al inicio de los años cuarenta Rafael Leónidas Trujillo, en una decidida política de expansión de su poder territorial, fue creando las bases del barrio con la construcción del cementerio nuevo de la Máximo Gómez, el Aeropuerto General Andrews y el Hipódromo Perla Antillana. Son estos, tres pilares fundamentales que añadirían un valor agregado al proyecto de urbanización de una zona que en Julio de 1947 habían fundado los hermanos Osvaldo José y Manuel Arturo Peña Batlle. Éste recibió el nombre de Reparto Villa Juana, como homenaje a su madre Juana Batlle. El barrio fue planificado, desde sus inicios, con la intención manifiesta por parte del dictador, de convertirlo en un proyecto modelo. Por esta razón exige a sus técnicos su trazado en perfecta cuadrícula, calles anchas, aceras amplias que permitan plantar frondosos árboles y el diseño de la escuela principal “Republica Dominicana”.
Ítalo Calvino escribió Las ciudades invisibles, intentando describir, de algún modo, qué es lo universal y qué lo particular en todas las ciudades del mundo. Así para nosotros, la ciudad de Santo Domingo se levanta como fantasma después del ciclón San Zenón y sus barrios son el cuerpo que se yergue vivo tras ese tifón monstruoso que azotó al país a principios de los años treinta. Los barrios, en aquel momento, eran aún tan solo grandes comarcas, terrenos sembrados de cañas o potreros que poco a poco iban a ir adquiriendo otras características. Cuando nos adentramos en los archivos de la época podemos sorprendernos al conocer que un sector, como el Ensanche la Fe fuera un ingenio importante apenas comenzado el siglo XX o bien que la calle Charles Piet era el camino por el que se llegaba al rio La Isabela y línea que conducía a su vez al norte de la isla, atravesando lo que hoy es el sector residencial Arroyo Hondo.
Un barrio no es solamente el trazado de sus calles, los altos postes de la luz y sus aceras. Dicho espacio existe solo en la medida en que sus habitantes lo dotan de contenido, en otras palabras lo llenan de vida. Villa Juana es ese tipo de lugar del que todos nos sentimos partícipes de su intrahistoria. Cuando pisamos sus calles
la percibimos como rio embravecido, corriendo por debajo del asfalto, por esta razón sus habitantes se sienten orgullosos de formar parte de ella. Cualquier espacio urbano es la suma de sus gentes en la lucha cotidiana por la subsistencia, en la construcción de sus grandes hazañas y este rincón de la ciudad tiene sus símbolos y sus héroes. Hombres y mujeres como Mario Gaspar Cruz, Francisco Santos, Doña Fema, Jimmy Sierra, Rosa Ariza, Leo Corporán, Armando Martínez, Claudio Ozuna. Guaroa Guzmán, Cesar Pérez, Doña Alba, Leonel Fernández, Miguel Cohn, Marina Tejera, Julio Sabala, Ignacio Nova, Jesús Sosa, Doña Telma, Adriano de la Cruz, Erasmo Lara, Leonel Carrasco… son ellos y ellas, entre muchos otros, quienes dieron y dan sentido a este lugar de convivencia territorial.
Recordarán que, al inicio de este relato, hice referencia a que me iba a detener en un punto en concreto, por eso en este instante todo nuestro periplo se detiene aquí. Un escrito solo es válido si nos permitimos dejar en él una parte de nosotros mismos. Y es que para mí escribir es llegar a lo singular, al centro mismo de las cosas y una ciudad, al igual que un barrio, es una abstracción disforme y diversa si no la acercamos al quebrado punto de lo inolvidable, aquello imposible de borrar. La calle Osvaldo García de la Concha tiene en mi caso esa condición. Si me acerco aún un poco más no es que ésta, en toda su extensión, tuviera algo de inefable y misterioso, sino tan solo el tramo que abarcaba desde la Tunti Cáceres hasta la avenida San Martin. Ese tramo, relativamente solitario a diferencia de otros del barrio, estaba ocupado por tres viviendas y una fábrica de alimento bovino.
La primera de aquellas casas la ocupaba una familia ajena por completo a las historias que podrían relatarnos sus paredes. Cuentan las malas lenguas que durante el régimen de Trujillo fue un bar al que acudían algunos funcionarios de modo clandestino para reclamar favores de su mismo sexo. Lejos de que fueran o no ciertos los rumores, la vivienda mantenía un aire decoroso e inmaculado. Allí vivía un sargento de la policía de tráfico. Era un hombre de carácter rudo y cascarrabias, al menos para nosotros los muchachos del barrio que queríamos jugar pelota en el solar al lado de su casa. La segunda edificación de referencia tenía un hermoso jardín con un elegante pino en el centro. Allí residía un próspero comerciante y su familia, que había hecho dinero con la venta de rodamientos y piezas importadas para la gran industria emergente en la capital. Recuerdo que la más importante ferretería dominicana, en su proyecto de expansión levantó altas paredes alrededor de la casa, obligando finalmente a sus propietarios a vender la vivienda. Una vez que se mudaron los muchachos íbamos a recorrer sus instalaciones. Nos admiraban aquellas amplias habitaciones y sus salones inmensos.
La tercera de esas casas fue ocupada por una familia a nuestros ojos muy diferente a todas las que conocíamos. Fueron siempre aves extrañas en el barrio por sus modales y una manera de vivir muy ajena a este lugar. Habían migrado desde Ciudad Nueva trayendo consigo vivencias y actitudes poco habituales entre nosotros. Recuerdo sobre todo la música que se escuchaba en su interior los domingos por la tarde y que para mí era desconocida y bastante peculiar. Luego, con los años, supe que se trataba de Carmen de Bizet, interpretada por María Callas. La dueña parecía disfrutarla especialmente. Era una fiel devota de la ópera y de los tangos argentinos. Desde entonces no dejo de asociar ese tipo de música con dicha calle y con una de las hijas de aquella señora, una joven poco pudorosa que salía a caminar por el patio con una blusa transparente que permitía entrever sus hermosos atributos. Para siempre el barrio, la voz de María Callas y la sensualidad de aquella muchacha permanecerán unidas en mi memoria.
(Imágenes 1 y 2 obtenidas en degazcue.blogspot.com)