Ni ideas, ni principios, ni programas mueven a nuestros senadores, mucho menos a nuestros diputados. Son precisas las afirmaciones del editorial de este diario describiendo a nuestros políticos: “El político dominicano es muy singular. En cualquier otro país, liberales y conservadores tienen claros y bien diferenciados sus ideologías y programas de gobierno. Los nuestros han terminado en un mejunje que los ha igualado.”

Me he puesto a pensar en la fórmula del mejunje que tanto atraso y saqueo produce a este país, enriqueciendo a quienes el pueblo elige. Esa fórmula que tragan los elegidos desde que se visten con flux, se ponen corbatas y se sientan en su curul, es una pócima que borra de sus cabezas retórica, promesas e ideales. Un compuesto con alta dosis del más cruel de los pragmatismos.

Ese “menjunje”, hecho a medida y conveniencia, no es un fenómeno exclusivamente dominicano, ni tercermundista, pues se está viendo en todas las democracias occidentales. Incluso lo padecen quienes todavía sacuden banderas de izquierdas, babeándose cuando huelen votos o dinero. El deterioro de las doctrinas -o utilizar doctrinas como caballo de troya para esconder depredadores en busca de poder- es casi universal.

En Norteamérica, el Partido Republicano, antes bastión ideológico del conservadurismo, guardián formal del capitalismo, es hoy un partido adicto al voto y al “cash”. Principios y éticas fueron engavetados. Se agencia votantes a como dé lugar.  El deterioro es tal que, de sustentarse en un líder de la estatura de Abraham Lincoln, siguen ahora al catastrófico Donald Trump, simplemente porque garantiza un seguimiento fanático y el favor del poder económico. Si “papeleta mató a menú”, “conveniencia mató a ideas”.

De ahí que conveniencias, dineros, miedos y afiliaciones coyunturales es donde debemos hurgar si queremos entender la resistencia y la irracionalidad parlamentaria cuando de las “tres causales” se trata.  Si pudiésemos disecar y llegar al meollo de la retranca legislativa, aparecerían las verdaderas causas que inclinan la decisión de quienes están ahí para respetar los deseos e intereses ciudadanos.

Estos señores del barrilito, los que paradójicamente nadie quiere saber de ellos, pero que mantienen en sus curules elecciones tras elección, no son gente de fe ni de iglesia ni de templos. Pocos son bien instruidos y menos amantes de la ciencia. Por eso, no es en la lógica donde encontraremos el porqué de sus decisiones, sino en “ese oscuro objeto del deseo” (título con el que signara Luis Buñuel su icónica película).

¿Qué desean nuestros legisladores? Obviamente, estar bien con Dios y con el diablo; sacar dinero y conseguir votos. Ese es su “oscuro deseo”, acicateado por extremistas religiosos, fanáticos, y una iglesia de cuya rigidez doctrinaria depende su coherencia institucional.

La mayoría del pueblo quiere que se aprueben las tres causales del aborto, pero su opinión no importa a sus representantes. Parecería que un referéndum sería la mejor forma de neutralizar las tentaciones y presiones con las que fantasean y se asustan senadores y diputados.

Católicos practicantes a toda prueba, el presidente y su familia piensan como católicos de avanzada: a lo jesuita. La primera dama sugiere un referéndum (creo que un obispo también). Puede que tengan razón, la consulta popular podría ser una manera efectiva de neutralizar las influencias espurreas que mantienen una rígida oposición a una racional terminación del embarazo.

En la actualidad, los países que todavía prohíben el aborto no salen del subdesarrollo, de la inequidad social y el analfabetismo. Sus clases gobernantes dejan mucho que desear. En ellos predomina la superstición y la iglesia mantiene su garra medieval. Solamente quedan cinco y, exceptuando el Vaticano -pequeña nación rica, poderosa y corona del catolicismo-, el resto son naciones en las que ni sus propios habitantes quieren vivir allí.

Parece que nuestros representantes insisten en mantenernos en las penumbras del tercer mundo, con tal de satisfacer el oscuro objeto de sus retorcidos y oportunistas deseos. Que nada tienen que ver con el del resto de la gente.