Las calles enemigas, novela de Roberto Marcallé Abreu, es un testimonio certero de muchos de los males que nos aquejan como sociedad. Aunque el contexto espacio-temporal se desarrolla en la ciudad capital (con la excepción de un breve desplazamiento a la ciudad de Azua), la novela nos pone al tanto de lo que viene sucediendo a lo largo y ancho del territorio nacional, donde las mayorías de nuestras calles han sido tomadas por el crimen y el delito en casi todas sus modalidades, y las personas ajenas a estas prácticas, que son las mayorías, languidecen ante la creciente y avasallante ola de terror.

Como nota introductoria, antes del  inicio de la novela, el mismo autor nos hace partícipe de un prontuario desalentador, mostrándonos una panorámica noticiosa que confirma lo que he  expresado anteriormente.

El señor Jesús Altagracia busca afanosamente que se haga justicia en el caso de su hijo Armando, asesinado en una especie de ritual perverso, dirigido por un conciliábulo de depravados, con el apoyo de importantes miembros del cuerpo policial y de otros sectores oscuros de la sociedad.

Es inútil todo intento de hacer valer la justicia por parte del padre del muchacho asesinado y de unos pocos que se suman al mismo clamor. Y ello se explica en el hecho de que quienes reciben las declaraciones del querellante en los servicios investigativos son cómplices o parte esencial en el crimen que se investiga, con la excepción del joven sargento Fernando Baldera, cuyo sentido ético lo compromete con el deber de resolver el caso.

A una bien delineada psicología de los personajes el autor une un encomiable esfuerzo sociológico por mostrarnos el fenómeno de la migración campesina a la ciudad, con la consecuente formación de los llamados cinturones de miserias en los barrios

Sus superiores, alarmados por el progreso que en las pesquisas va logrando Baldera (lo que a ellos no les conviene) lo sacan abruptamente del caso y lo trasladan de castigo a la ciudad de Azua, a un lugar donde la delincuencia se mueve a sus anchas. Luego, al ver que sobrevive a la situación, la misma banda que asesinó al joven Armando dispone también sádicamente de su vida.

Don Jesús Altagracia, convencido de que el corrompido cuerpo policial no solucionará el caso de su hijo, decide, para tales fines, contratar los servicios del investigador privado Guillermo Severino, quien, a pesar de ciertas reservas cimentadas en el temor, decide asumir el asunto y dar con el o los responsables del crimen. La muerte no solo no tarda en alcanzarlo a él, sino también a la señora Esther Ramírez y a sus dos hijos adolescentes. Severino se había auxiliado de la mujer, quien era especialista en huellas digitales, con la intención de dar respuesta al señalado hecho de sangre.

Cercada por la inminencia de la muerte, la señora Ramírez describe de esta manera las características de la monstruosa camarilla: “No se trata de un grupo, de una pandilla, o simplemente de personas malvadas que están procediendo en el sentido que conoces (así se lo señala a Severino). Es algo más que eso. Es todo un engranaje. Un engranaje en que lo más oscuro, lo más retorcido, lo más escalofriante e inhumano ocupa el lugar preferente (…) La argamasa que nueve esta diversidad es la sangre inocente.”

A una bien delineada psicología de los personajes el autor une un encomiable esfuerzo sociológico por mostrarnos el fenómeno de la migración campesina a la ciudad, con la consecuente formación de los llamados cinturones de miserias en los barrios, lo que propicia el caldo de cultivo para el tráfico y consumo de estupefacientes y para el surgimiento de bandas delincuenciales, dando lugar al apogeo del crimen y el delito a niveles estremecedores.

La reuniones de estos elementos están tan bien llevados, tan bien distribuidos, que en ningún momento desbordan u obnubilan el nudo axial en torno al cual se nuclea la narración.

Como experimentado novelista, Roberto Marcallé Abreu parece estar empeñado en proporcionarnos una visión totalizadora del contexto en que se mueven sus personajes. Los protagonistas no solo los son los arquetipos humanos ( egos experimentales, como los llama Milan Kundera), que crea nuestro novelista, sino también la cuidad. La ciudad y su chato paisaje, la ciudad y sus calles llagadas, sus aceras sucias y destartaladas, los vehículos del transporte público cayéndose a pedazos, las gentes sucias y envilecidas, producto de una amplia gama de vicios. La desconfianzas e inseguridades en casi todos los rostros, la apabullante y al parecer indetenible contaminación ambiental, la comida chatarra, la prisa inútil de unos seres que, más que vivir, agonizan en una ciudad que parece condenada a devorarse a sí misma. En fin, la impureza y la deshumanización diseminadas como pestes.

Fernando Baldera, Guillermo Severino, Jesús Altagracia y otros, encarnan quizás la mayoría de nuestros ciudadanos, pero estos son solo puntitos luminosos en medio de la tenebrosidad del abuso de poder y el reinado del crimen, de su capacidad de doblegar y mancillar cualquier asomo de virtud.

Escuchemos un poco a nuestro narrador y su amplia mirada: “Las calles eran como desconcertantes laberintos plagados de angustias. Los rostros que encontraban a su paso (Severino y Altagracia) se les figuraban como odiosas y vengativas presencias sobrenaturales que los maldecían y extendían sus manos deformes y viciosas con la intención de atraparlos y hacerles daño. Las calles enemigas. Las calles enemigas, se repitió Severino.”

La novela finaliza cuando don Jesús Altagracia, frustrado ante la burla e inoperancia de la justicia, decide tomar venganza por su cuenta y ejecuta a varios miembros de la pandilla que asesinó a su hijo. Yo hubiera preferido un final diferente, un final que se adaptara más a la verdad de la ficción que a la ficción de la “realidad”.  Es mi reparo esencial a esta gran novela dominicana, quizás una de las que mejor retratan la actual truculencia de la sociedad dominicana.

Desde el año 2012, fecha en que este libro recibió el Premio Anual de Novela de la Universidad Central del Este (UCE), y que también se publicó ese mismo año, el mismo no ha dejado de crecer y de actualizar su tesis esencial.