Los agricultores del Cibao araron la tierra, luego hicieron los muros y sembraron habichuelas intercaladas con yuca. El propósito es conocido, aspiran a que mientras recogen la cosecha de frijoles la de yuca tenga entre dos o tres meses de adelanto. La venta de alubias alivia la resaca que deja la navidad y permite darle el primer paso a la yuca. Ni por asomo, pasó por la mente de los productores el giro inverosímil del clima al final de diciembre, casi al iniciar el año 2018.
En efecto, muy de mañana, mientras degustaba un café caliente y delicioso asomó Dominguito, propietario del sembradío colindante con mi casa. Buenos días Dominguito, le dije y a seguidas comenté, esas habichuelas están creciendo muy saludable y la yuca no se le queda atrás.
— Siiii Miguel, ahora solo hace falta que le caiga una agüita rendía, sobre todo para la yuca. Tenemos una semana esperando que caiga y nada –, lamentó Dominguito.
Yo creo, que antes de que salga el año va a llover duro, pero a pesar de todo, a estado lloviznando en estos días, poco pero algo es algo, le respondí.
— Así es colita –, como también me llama Dominguito, — pero esa agua no es suficiente para mojar la tierra abajo, y que la yuca coja fuerza –, afirmó el vecino seguro de su saber.
Unos días después, bajo los influjos de la celebración de año nuevo, todavía sin sonar el cañonazo, estalló un trueno y el cielo se nublo de repente. Un olor a tierra mojada se mezcló con el tufo de la pólvora esparcida por los fuegos artificiales.
No bien entrado el año, llovía sin cesar, las fiestas se congelaron como si alguien les hubiera tirado un jabón al sancocho. Los agricultores celebraron con más bríos por la salud de sus cosechas. ¡Por fin un agua buena! Exclamo un vecino que cruzaba por el callejón empapado de agua.
Y así llovió al siguiente día, y al otro y más, doce días con las gotas transformadas en cordones de agua. A su pesar, los agricultores daban gracias a Dios por las bendiciones dadas. Las cabañuelas, si se cumplen, traerán agua todos los meses de este año. Pero las lluvias seguían sin parar.
Una tarde, ya caminando a la última semana de enero, encuentro a Dominguito acariciando las matitas de habichuelas que saturadas de humedad se tornaban amarillentas. En seguida, luego de un saludo afectuoso le pregunté por la cosecha y me respondió con un lamento profundo.
— ¡Ay Miguel!, aquí estoy tratando de ver si logro salvar un chin de habichuelas porque la yuca ya se dañó, tengo que sacarla para volver a sembrar –, expreso Dominguito con pesadumbre.
El tiempo siguió andando su camino sin torcer un centímetro. La lluvia, igual que el tiempo hostigó los conucos en todo el Cibao. Los árboles frutales, ya entrado febrero, se encuentran a punto de secarse, corre el 22 de febrero, y van 54 días lloviendo. A ratos, sale el sol y en el vecindario se escucha el estruendo, ¡por fin dejara de llover!, pero nada, pasada unas horas de nuevo exclaman, ¡ahí viene otra vez!
A su pesar, las penitencia a San Isidro el labrador para que quite el agua y ponga el sol, o viceversa brillan por su ausencia.
¿Sera que no tendremos un momento de sosiego? Se preguntan en todos lados.
Es como si Isabel siguiera ahí, viendo llover en Macondo.
O quizá, las Ánimas del purgatorio creen que la vieja Remigia, sigue sujeta el aparejo, diciéndole a Felipa — Déle ese rial fuerte a las Animas pa que llueva —
Si García Márquez estuviera vivo, siendo cibaeño dominicano y Juan Bosch siguiera en sus andanzas, ambos deberían reescribir sus cuentos. El Gabo haría otra versión del monologo “Isabel viendo llover en Macondo” y a Bosch le tocaría lo propio, narrar “Dos pesos de agua” sin la intervención de las Animas porque en el siglo XXI nadie les pide un milagro.