Las hojas del bosque residían desgreñadas bajo la suave pero incesante lluvia que se había instalado desde hacía años.
Las prolongaciones y extremidades de la vegetación sondeaban y excavaban las húmedas tierras, de las cuales emanaba un sopor desahuciado. El fango, el musgo y la hierba emprendían un camino ambicioso sobre los lugares en los que antes florecían hermosos y engreídos capullos en las primaveras.
El antiguamente cálido y primitivo corazón del bosque padecía, perturbado por una insistente sombra, parecido a como el corazón del hombre ciertas veces se opaca por una indescifrable tristeza.
El bosque comenzó a ser conocido por todos como el bosque de las miserias… Por todos excepto por el poeta.
El poeta sabía ver a través de la tristeza de aquél bosque, que era triste porque extrañaba las dulces fragancias, los colores, y la luz del Sol. El desconfiaba que fuese cierto que una planta, si se marchitaba su flor, fuese incapaz de crecer otra eventualmente.
Aunque incluso el bosque mismo parecía haber aceptado como ineludible su final, y permitía que su gran latido fuera lentamente dejando de palpitar en los troncos de los árboles, el poeta se negaba a creer que se pudiese domesticar de semejante manera la euforia de la naturaleza… Que el rito del bosque pudiese adaptarse sumisamente a una forma de decadencia sin haber intentado alterarla, buscar su balance.
El poeta buscó y buscó entre los fangos del bosque, acompañado constantemente por un silencio lúgubre, como el de los cañones justo después de una guerra, hasta hallar una planta de Buganvilias.
La planta seguía en pie a pesar de todas ramas muertas a su alrededor, invariablemente firme ante la tempestad, como si lo hiciese a plena consciencia, en un acto de dignidad y honor. Sus colores destellaban como los de la aurora, y el poeta, satisfecho, anduvo por la vida plácidamente desde entonces, ajeno a la amargura.
Sabía que la función de la desesperanza sería siempre provisional, en su ineficacia ante lo intemporal del instinto de supervivencia.