Hace un tiempo escribí un artículo sobre el tema de las bocinas del Gobierno. Se difundió en las redes sociales y en un emergente periódico digital. Las opiniones recibidas sobre el mismo quedaron en el pequeño universo de mis amigos. Esta vez retomo el tema considerando las actuaciones en materia de comunicación de la nueva administración.
En síntesis, planteaba que la existencia de las denominadas bocinas es una práctica vieja, y un análisis con cierto rigor desmontaría la hipótesis de ser privativas de los gobiernos peledeistas. También, afirmaba que no entendía cómo alguien podía satanizarlas ejerciendo la misma función para grupos empresariales y financieros del país.
Me preguntaba por qué el estigma para unos y la absolución para los otros si en realidad ambos defienden los intereses de sus empleadores, es decir, idéntica función para actores diferentes. Empero, existe un elemento común: el público receptor de los mensajes. Un público con el que se establece una relación vertical a pesar de los intentos de horizontalizarla con los supuestos programas interactivos, una ficción, por cierto, de muy mal gusto por lo grotesco de la pantomima.
A esta altura del escrito debo confesar que estoy de acuerdo con las bocinas en cualesquiera de los gobiernos de turno. Siento que especialmente este las requiere como ningún otro, por los cortocircuitos comunicacionales que en tan poco tiempo se han generado. Es clara la inexistencia, no digo siquiera de una estrategia, sino un pequeño y limitado plan de comunicacíón para los primeros cien días.
Un simple rastreo de las informaciones en los medios revela que muchos funcionarios no tienen seguros en la boca. Continuan en campaña electoral, expresando lo que se les ocurre sin medir consecuencias para la gobernabilidad que tanto necesitan. Ni el presidente Abinader se escapa de ese mal hábito. Como resultado, frecuentemente se ven obligados a rectificar las decisiones que comunican, creando una preocupante sensación de imprevisión que mina la confianza ciudadana.
Sin embargo, dentro de los actores gubernamentales existe uno que sí tiene claro agenda y orientación: Lisandro Macarrulla, expresidente del Conep. Mientras el resto se distrae extendiendo el tiempo electoral, ese señor se concentra en los puntos( privatización, Punta Catalina, Ley de viviendas, desarrollo turístico de Pedernales, criterios de selección empleomanía, etc.) de interés para el sector que representa en el Gobierno. Tiene una agenda perfectamente alineada con los intereses estratégicos de por lo menos una fracción del empresariado. Cumple con su papel.
Estoy de acuerdo con las bocinas en cualesquiera de los gobiernos de turno. Siento que especialmente este las requiere como ningún otro, por los cortocircuitos comunicacionales que en tan poco tiempo se han generado.
Algo parecido está haciendo Carlos Pimentel, actuando en consecuencia con el mandato de un sector de la denominada sociedad civil que apostó a la lucha contra la corrupción y la impunidad. Por razones personales deseo que le vaya bien en el ejercicio de sus funciones a pesar de las diferencias relativas a esa agenda que ya establecí por este medio.
El problema es que queda en el aire la parte política (en el sentido estricto) supuesta a tomar la agenda del Gobierno a partir de una perspectiva global, con sus ejes estratégicos, y una línea expresada en planes por un período de tiempo determinado, hasta su evaluación, corrección y adaptación a los cambios que sin duda se darán en la realidad. Ante ese déficit, se espera que el partido haga el trabajo en los territorios, pero en este país no conocemos Gobierno alguno que mantenga la misma o parecida relación con la plataforma política que lo catapulta al poder ejecutivo.
La historia indica que los principales dirigentes se desligan del partido desde que se convierten en funcionarios. El caso más patético lo vivió Peña Gómez cuando se le prohibió la entrada al palacio presidencial. En esa ocasión hasta se consideró la fuerza de los símbolos, y la elección de la persona que le comunicó tan infausta y dolorosa noticia tiene una lectura particular… no fue casualidad.
Si los supuestos de los que parto son correctos, sería muy difícil cambiar el rumbo sin la participación de las bocinas. Ellas son las unidades primarias a través de las cuales los gobiernos difunden y colocan su visión de los problemas, cómo abordarlos y resolverlos. De alguna manera han sustituido al partido político como mediador entre el Estado y la sociedad.
Partiendo de que vivimos la época de la información y la comunicación, resulta un sinsentido prescindir de un equipo de comunicadores que se encargue de tales asuntos. El primer elemento a considerar es de simple sentido común: la cantidad de periodistas y comunicadores desborda la capacidad de los medios tradicionales para emplearlos o contratarlos como productores asociados. Si un Gobierno no es capaz de encontrarles un espacio, los que apoyaron al PRM se insertarán en las redes sociales y desde ahí ajustará cuentas con quienes los excluyeron.
Por otro lado, y es lo que realmente me interesa, la construcción de la agenda pública quedará en manos del sector privado, que entre otras cosas, se empeñará en descontruir la opinión ciudadana favorable a mantener e incrementar políticas y programas sociales que impactan positivamente entre los pobres y las capas medias en proceso de empobrecimiento, especialmente a partir de la pandemia.
El empresariado tiene todo el derecho a defender sus intereses, pero el Estado, el deber de regularlo para limitar su vocación histórica, genética, a la ganancia extraordinaria. La burguesía moderna, para decirlo de algún modo y diferenciarla de la oligarquía terrateniente, no tiene partido, apuesta en cada coyuntura al que le garantice su desarrollo y expansión. Pero preocupan las señales que envían ciertos grupos empresariales, de no saciarse la sed de acumulación permanente a través de gobernantes que le coloquen la bola para que la rematen, y apuestan a tener uno de los suyos dirigiendo el equipo. La otra opción es ingresarlo en la nómina en calidad de empleado.
Por la razón anterior estoy firmemente convencido de la necesidad de las bocinas, pero con otro modus operandi esencialmente distinto; sin propensión a buscar privilegios económicos que los coloque muy por encima del promedio entre sus pares. Cuando eso ocurre, mientras más acumulan más se autonómizan; se transmutan en grupos de presión internos sin otra lealtad que a la de sus cuentas bancarias.
Esas bocinas, en la relación costo-beneficio, salen muy caras a los gobiernos. El criterio orientador de sus actuaciones atenta contra la credibilidad, condición que no se logra con la acriticidad y el aplauso lisonjero. Abusan tanto del recurso que acaban teniendo por audiencia a los convencidos. Es como si los evangelistas predicaran solo a los cristianos olvidándose de los inconversos.
Es tanta la distorsión que suele colocar al gobernante por encima del bien y el mal, endiosándolo al mejor estilo de los tumbapolvos trujillistas. Ese proceder generalmente coincide con los anillos presidenciales en la construcción de una burbuja desde la cual la cúpula gobernante confunde su bienestar con el de los gobernados.
Cuando reitero mi apoyo a las bocinas, lo hago consciente de la necesidad de cambiar radicalmente el paradigma que las creó; hablo de una dimensión técnico-profesional y ética distinta, centrada en posibilitar el diálogo franco del Gobierno con la población. Es tan esencial la diferencia de mis defendidas bocinas que hasta el mote perderían.
El PRM olvidó que por la boca muere el pez. En campaña usó bocinas para desacreditar bocinas. Ahora que tiene la sartén por el mango, ahora que no es oposición, tendrá que sintonizar las suyas, y cuando lo haga (lo hará aunque diga lo contrario), se anotará otro punto menos en la credibilidad. Pero las necesita, de lo contrario, la gobernabilidad democrática colapsará en relativo poco tiempo.
Siempre será políticamente más rentable mantener un razonable grado de satisfacción de los electores que apagar el fuego de la ira popular.