En los países de la región se ha erosionado considerablemente el nivel de influencia, intrusismo y hegemonía que ostentaba la religión en sus ordenamientos. Esto se debe, en sentido general, al incremento del secularismo, el advenimiento del pluralismo religioso, ideológico y social y el compromiso internacional hacia la libertad de conciencia y culto. Es, además, especialmente notorio en el diseño de políticas públicas, incluyendo las relativas a la educación o instrucción religiosa en las escuelas.
Por ejemplo, México, uno de los países más poblados del mundo, tiene el más alto porcentaje de catolicismo, con un 77.7% de su población identificándose como tal, según los resultados de su Censo de Población y Vivienda de 2020. Sin embargo, su Constitución expresamente consagra la educación obligatoria laica «ajena a cualquier doctrina religiosa» y basada «en los resultados del progreso científico», a fin de combatir «la ignorancia y sus efectos, las servidumbres, los fanatismos y los prejuicios» (artículo 3, párrafos I y II). Por su parte, la Corte Suprema de Justicia argentina declaró inconstitucional la ley provincial en virtud de la cual se impartía educación religiosa en horario escolar como parte del currículo de las escuelas públicas (Castillo, Carina Viviana y otros c/Provincia de Salta). Y es que debe garantizarse «que las informaciones y conocimientos que figuran en el plan de estudios se difundan de manera que los alumnos desarrollen un sentido crítico respecto del fenómeno religioso en una “atmósfera serena preservada de todo proselitismo”» (Lautsi et autres c. Italie).
Encontramos disposiciones similares a nivel constitucional y legislativo en otros países vecinos. Estas reubican la instrucción confesional -que frecuentemente formaba parte integral y obligatoria del currículo educativo estatal- hacia el ámbito voluntario, y reconocen en favor de los padres su derecho a «determinar, de conformidad con la propia convicción, la educación de los hijos menores o la de los incapaces bajo su dependencia» (T-662-99). Este derecho a elegir la formación ideológica, religiosa y moral que han de recibir los hijos se enmarca dentro de los derechos educativos de los padres, al tiempo que se configura como uno de los elementos de la libertad de religión, conciencia y culto.
No se trata de una dimensión foránea o novedosa en nuestro ordenamiento, pues este derecho a elegir se le reconoce a los padres dominicanos desde finales del siglo XIX. En efecto, la Ley 3548, General de Instrucción Pública, de 1895, si bien introdujo las asignaturas de religión y moral, no menos cierto es que dispuso que a su enseñanza «no estarán obligados a concurrir los adultos, e hijos de familias que profesen distinta creencia» (artículo 4). Posteriormente, durante la primera ocupación estadounidense, se dictaron la Ley Orgánica de Enseñanza Pública y la Ley para la Dirección de la Enseñanza Pública -ambas contenidas en la Orden Ejecutiva 145 de 1918- que reconocían el derecho de los padres a elegir la formación religiosa de sus hijos.
Asimismo, la Ley 3644 de 1953 incorporó la enseñanza de religión y moral católica en las escuelas públicas de enseñanza primaria y secundaria, pero permitió que los padres o tutores solicitaren por escrito que sus hijos o pupilos fuesen eximidos de dicha educación, permitiéndoles recibir únicamente una «instrucción moral general». Igualmente, la Ley 44-00 otorgó a los padres de los alumnos, o quienes hagan sus veces, la opción de optar por la exención de la lectura e instrucción bíblica. Por último, y gozando de un carácter general, la Ley núm. 66-97, General de Educación, reconoce el derecho de los padres o tutores a decidir si sus hijos o pupilos recibirán una educación moral y religiosa de conformidad con sus propias convicciones (artículo 25).
Por su parte, la Constitución establece en su artículo 63, numeral 2, que «la familia es responsable de la educación de sus integrantes y tiene derecho a escoger el tipo de educación de sus hijos menores». Así las cosas, pudiera argumentar que la decisión del Ministerio de Educación de distribuir biblias en las escuelas no causa mayor afectación, ya que el ordenamiento minimiza el alcance de esta medida porque los padres pueden perfectamente rehusarse a que sus hijos reciban este tipo de instrucción en los planteles escolares en los cuales se encuentren inscritos.
Se trata, sin embargo, de un razonamiento pobre. El problema no estriba en si los padres gozan o no de este derecho, sino más bien en la obligación de neutralidad del Estado y de sus poderes como garantía de la supremacía de la Constitución y la integridad de sus disposiciones. En este sentido notamos que, cónsono con la libertad de conciencia y culto que consagra en su artículo 45, ni el citado numeral 2 ni ninguno de los demás que integran el referido artículo 63 -dedicado al derecho a la educación- permiten inferir que sobre el Estado existe un mandato expreso del constituyente de brindar una educación confesional particular, sino, únicamente, una «educación integral, de calidad, permanente, en igualdad de condiciones y oportunidades» (artículo 63, párrafo capital), orientada al desarrollo del «potencial creativo y de [los] valores éticos» del ser humano (numeral 1).
Lo que el constituyente sí impuso sobre los poderes públicos fue la imperativa obligación de velar por «la formación moral, intelectual y física del educando» (numeral 4), la definición de políticas para la promoción e incentivo de «la investigación, la ciencia, la tecnología y la innovación que favorezcan el desarrollo sostenible, el bienestar humano, la competitividad, el fortalecimiento institucional y la preservación del medio ambiente» (numeral 9) y -en todas las instituciones de educación pública y privada- «la instrucción en la formación social y cívica, la enseñanza de la Constitución, de los derechos y garantías fundamentales, de los valores patrios y de los principios de convivencia pacífica» con la finalidad de formar ciudadanos conscientes de sus derechos y deberes (numeral 13).
De lo anterior se desprende que el constituyente trazó claramente las prioridades estatales en el ámbito educativo, las cuales no incluyen el monopolio de lo que es bueno, deseable y moral. Ergo, lo que realmente pesa sobre el Estado dominicano es la obligación de reconocer y respetar el derecho de cada quien de elegir libremente las religiones o creencias que decida adoptar; el de no formar parte, directa o indirectamente, de cultos o actos de tipo confesional o aconfesional; y el de elegir la formación que, en uno u otro sentido, han de recibir sus hijos menores de edad o de aquellos bajo su guarda, más no el de «asegurar» o «fomentar» la instrucción bíblica o confesional en los planteles educativos. Al Estado constitucional, que se tilde de democrático, social y de Derecho, no le luce este paternalismo.
Quizás en este momento de enfrentamiento en el que nos encontramos sería de interés revisitar el ideario del maestro y educador puertorriqueño Eugenio María de Hostos, fundador de la Escuela Normal en la ciudad de Santo Domingo. Este defendía la enseñanza científica y laica como esencial para la formación integral de los estudiantes y maestros, pues solo a través de ella es posible desarrollar la moral, la virtud y la razón, así como militar activamente contra la ignorancia, la superstición, el cretinismo y la barbarie.