Para tocar fondo y despertar. Dicen que un pesimista es un optimista muy bien informado. Dada mi experiencia de vida no me considero una pesimista, aunque siempre destaqué por mi tendencia al humor ácido y casi cruel. Pero sí, definitivamente soy optimista, sin dejar de ejercer mi juicio, ni de darle una mirada a los hechos. Será por eso que me han dicho que analizo demasiado y le busco la quinta pata al gato.

El año pasado lo disfruté como pocos en lo que refiere a mi rol de ser político; esto lo digo por mi involucramiento con el Movimiento Marcha Verde. De hecho, recuerdo que pocos meses antes de esa primera marcha cívica que culminó en el Parque Independencia, había soñado que el pueblo se levantaba en armas, reclamando justicia y derechos. Desperté optimista ese día. Luego llegó diciembre, alguien dijo que al pueblo –y yo soy pueblo-  solo le interesa hartarse de cerdo y uvas y  que no estábamos para hablar de corrupción ni nada similar. Pero unos hilos ya venían tejiéndose y el 2017 nos abrió los brazos con un aroma distinto. O eso me pareció.

“Todavía nos falta tocar más fondo” he pensado en voz alta más de una ocasión. Contra todo pronóstico aparente, en mi haber interno insistía la idea de que no todo era lo que parecía ser realmente era, y hoy, que ya rondamos la mitad de un 2018 al que todavía no le encuentro el gusto, me doy cuenta que mis insistencias no eran tan absurdas. Yo no termino de entender muchas cosas de mi pueblo; no puedo hacerlo sin con ello comprometer las intenciones y calidades de muchos, y no me gusta suponer solo a partir de lo que veo, e incluso de lo que llego a saber.

En un noticiario local de televisión se informa una noticia sobre el sector salud, donde se citan las palabras “salud privada” con toda naturalidad. Porque resulta que ahora la salud no es un derecho, sino un producto. En todo caso lo que sí hay son servicios privados de salud. Luego de toda la información que ha salido a flote sobre el tema, y no de forma gratuita o alegre, sino como resultado del esfuerzo e investigación serios de organizaciones de este país, luego de desnudar el hecho de cómo la salud dejó de ser un asunto público y hoy está privatizado y secuestrado por actores del sistema financiero, dentro de un marco legal que le sirve de andamiaje, llamar tan tranquilamente a este derecho como algo privado, me parece una sutil inducción para construir, validar y hacer aceptable una idea, falsa y dañina por demás, de forma que termine normalizada, como hemos incorporado muchas otras ideas equivocadas: “hombres y mujeres no tenemos los mismos derechos”, “somos un país pobre”, “al menos llega el agua los sábados”, “eso de tener una casita es un sueño”, “aquí no hay racismo, somos patriotas y por eso queremos el muro”, la pobreza es normal, existe en todos lados”, entre muchos otros.

La resignación y la desesperanza son parte vital del fondo. Y parece que cada vez nos falta menos para llegar a él. Y esto lo digo por lo que sigue, además de lo anterior, claro. Marchar, como lo hicimos el año pasado, con el corazón y el orgullo colectivo henchido, fue un evento sin precedentes, solo comparado con la Revolución del 1965. La borrachera de alegría y esperanza en el futuro me duraba días. Era euforia de la más pura y genuina. Sin embargo, una característica de este hecho lo fue la espontaneidad, puesto que si bien es cierto que había una vocería que hacía el llamado, trabajaba la logística y muchos detalles organizativos de importancia, nadie contaba con lo que ocurrió: la gente se adueñó de la demanda, hizo suya la queja, la indignación la convirtió en un sentimiento colectivo, pero claro, siempre espontáneamente; a nadie se le dio un solo peso para ir a marchar. No obstante, un fenómeno social de esta índole no podía ser manejado sin primero interpretar dicha espontaneidad, su diversidad y naturaleza; menos si no se entendía la psicología social del momento. Solo desde esta comprensión podían ponerse en marcha estrategias novedosas, incluyentes, aprovechando incluso la diversidad aglutinada, hacerlo desde una mirada integral e inteligente que permitiera estimular la cohesión y el sentido de pertenencia evidenciado en el pueblo. Pero este no es tonto, tiene su propia sabiduría y se da cuenta de las cosas. Se cometieron errores y estos siguen insistiendo.

Nos sigue jugando en contra nuestra cultura amante de lo inmediato y nuestro infantilismo político; vemos fenómenos como el de España con Podemos –en su gran apogeo-, a Pedro Sánchez y a un Mariano Rajoy que ya no está, y que lo hace renunciando a una serie de privilegios, para que al menos el sabor en la historia le sea menos amargo; vemos lo que pasó en México con MORENA y el presidente electo, López Obrador, y casi juramos que aquello se gestó hace poco, sin sacrificios de distintos grupos, sin luchas, pensando que no hubo momentos donde se tragó en seco; nos saltamos la historia que antecede a cada situación, sin relacionar los comunes denominadores germinados en años de batallas y enfrentamientos sociales, con sus correspondientes fases en donde cada aspecto social cobró su importancia y pagó su cuota. Nada como lo anterior sucede de un día para otro, la solución a los problemas de un país que roza el borde de la des-institucionalidad, como pasa con el nuestro, deberá agotar caminos proporcionalmente angustiosos y complejos.

Hoy podemos decir que no tenemos instituciones sanas. Todas están enfermas. Los candidatos que se autoproclaman como solución, son los protagonistas de los primeros capítulos de la desgracia nacional que hoy nos estalla en la cara. Llegan a nuestros barrios encaramados en sus Jeepetas, tirando los besos que les sobraron de campañas pasadas junto con alguna que otra papeleta de RD$500.00; las pocas ofertas supuestamente nuevas, algunas de ellas desprendidas de fórmulas ya probadas como inoperantes y corruptas, se lanzan al ruedo con orgullo, contando con nuestra desmemoria, sin apenas reconocer ante el país el lodazal de dónde provienen y menos ofrecer, siquiera, un escueto “mea culpa”.

No nos respetan, no nos creen capaces de pensar o analizar. No merecemos explicaciones, pensarán, y nos acostumbramos a ello. Por eso nos alborota la denuncia de la senadora de una facción de la oposición fantasma, que además no es la denuncia formal de dicha facción, sino de la senadora, cuando ello debería ser la norma. Y piensan que no nos damos cuenta de cómo algunos eligen no meterse. Como que no es con ellos. Puede que esto no sea así exactamente, pero no dejan de otra qué pensar.

No nos respetarán mientras montemos casas de campaña para hacer cofradías, sin que usted y yo sepamos quién paga por ellas; no nos respetarán si hacemos yoga en la protesta y luego nos vamos al bar de moda; si no perdemos oportunidad de posar sonrientes o hacernos selfies mientras nos decimos indignados; si mientras intentamos hacernos valer, jugamos unas partidas de dominó para hacer tiempo. ¡Estamos hablando del país que dejaremos a nuestros hijos! Nos falta más fondo, más lodo, más recorrido; falta comprender contra qué sistema estamos luchando, si es que luchamos. Y sobre todo, es necesario menos rostros y más contenido con acción coherente.

Por esto y por mucho es que opino que falta más. Y yo siempre queriendo no escribir más de quinientas letras, termino con más de mil, porque estoy hasta la punta de la Catalina de harta con esta situación y triste de ver como lo que muchos llamaron primavera, no era ni una hoja de verano.

Nota: Mientras termino estas líneas, un agente de la Policía Municipal del Ayuntamiento de Distrito Nacional dispara en la cabeza a un señor que se ganaba la vida limpiando vidrios. Por otro lado, se lee por noticia que “un emprendedor” que tiene un punto de drogas se queja de un teniente que no le deja “trabajar tranquilo”, aunque le paga sus cuotas religiosamente, solo porque este último quiere abrir otro punto.  ¿Está usted entendiendo de qué hablo?