De la serie cuentos y crónicas en rotación y traslación
Después de semanas de jornadas intensas de trabajo a distancia y faenas caseras, fui tramando el primer paso hacia la salida. Como un portal que conduce a otros espacios sin límites, el librero me esperaba. En los primeros días de enclaustro, las mencionadas labores, los alarmantes noticieros minuto a minuto y un capítulo al día de la teleserie Ozark, se llevaron mis fuerzas y atención.
Mientras otros luchan por salvar vidas, incluidas las propias, en la calle, en los hospitales, y en la cadena de suministro de alimentos y medicamentos, la labores cotidianas y domésticas nos hacen sentir inútiles al no tener las competencias aprovechables en la actual emergencia sanitaria. Confinados junto a nuestro deseo de aportar, en ocasiones salimos, aunque solo sea con nuestros caracteres, a tratar de decir algo de valor por las redes, cuando sabemos que quizás agregamos poco o ninguno.
En el nuevo ritual aséptico, pasando el consabido pañito desinfectante por las superficies de los interiores de mi hogar, me encuentro a diario con algo preocupante, aunque visible, que a diferencia del COVID-19, no se disuelve con agua y cloro, pero que me inquieta tanto como el virus.
Se trata de mis libros pendientes de lectura para los que parece no haber tiempo ni serenidad. La salida planeada no era a la calle, ni de la cuarenta, sino a un viaje interior al mundo de las ideas. Sin embargo, el aislamiento excepcional lucha contra una aspiración que tal parece se encuentra resguarda nuestra huella genética. Ese impulso de ir a construir un alto edificio de opiniones inmediatas a nuestras grandes y modernas torres de Babel, las redes sociales. O bien, querer reconstruir la civilización en presente estado de crisis, con peldaños hechos de tuits de argamasa u otro material de baja cocción.
En la primaria y secundaria, conocí la mítica historia bíblica al pie de la llanura del Sinar, contada como un thriller marcado por un intenso suspenso como el de Ozark, de boca de una estupenda cronista. Mi bien recordada maestra, Altagracia Bacó, hermana altagraciana sin hábito, hizo de las lecturas de las sagradas escrituras para el creyente cristiano, narraciones extraordinarias. Tatica amaba el cine, y nosotras, sus alumnas, también. Con doce o trece años, películas del momento como La Profecía o El Exorcista eran de los temas que le llevábamos a su clase de Religión. Sabía escuchar y derivar de nuestras inquietudes juveniles acerca de mitos y leyendas, lecciones conducentes.
Mujer inteligente, hizo del Génesis 11:1-9, un estudio de personajes atónito como la teleserie de Netflix antes mencionada, a su audiencia de adolescentes interesadas en el asombro. En su versión del breve episodio del primer libro de Viejo Testamento, el crimen humano y el castigo divino eran la trama por ella contada. Su interpretación era amplia. De los tres versículos, extraía una historia llena momentos de interés que le alcanzaba para ocupar una sesión de clases.
Nos contaba acerca de la construcción con muros de ladrillos de tono azul y la ambición de los asentados en la llanura, gracias al nuevo adelanto tecnológico: la agricultura. Los primeros humanos sedentarios, querían concentrar poder material en esa edificación de la antigua Mesopotamia. Explicaba que allí, donde empezó la vida urbana de las civilizaciones, se perdió a la vez, la lengua madre. La interpretación mágico-religiosa y sincrónica de la Biblia que nos ofreció Tatica nos pareció fascinante. Finalmente, de acuerdo con su criterio de fe, nos explicaba la moraleja. La dispersión ordenada desde lo alto por Jahvé, a través de la confusión idiomática buscaba promover la diáspora horizontal y menos pretensiosa de los hombres y las mujeres por la faz de la Tierra.
Gracias al legado helenístico de Heródoto y a la arqueología científica, se ha verificado la existencia de esa edificación colosal de los tiempos de Nabucodonosor. Esas otras fuentes ofrecen una explicación razonada de la multiplicación de las lenguas documentada en el Génesis. Para levantar el monumento, se buscaron esclavos de diferentes regiones; la escasez de intérpretes que hablaran sus distintos dialectos, produjo un retraso y es posible, una suspensión de la obra; y en paralelo, una crisis de comunicación entre los habitantes de la naciente comunidad sedentaria.
En el presente, las personas no estamos unidas por una misma lengua madre, ni compartimos el mismo sistema de creencias o pensamientos. Sin embargo, como dice una canción de los años ochenta del pasado siglo, compartimos la misma biología, al margen de nuestra ideología. La unión se impone. El fenómeno de la pandemia, es tan natural y propio a la evolución orgánica de la vida en el planeta; ha sucedido en otras ocasiones y con mayor gravedad, a pesar del asombro que le provoca al homo sapiens sapiens de la Era del Conocimiento.
Ordena varios mandatos a los que guardamos cuarentena. Unos bastante claros: aplanar la curva de contagio mediante la reclusión y atender el trabajo cotidiano profesional desde la casa para mantener activa la economía. Sin embargo, hay otro posible mandato con el que me debato cada día, mientras permanezco en confinamiento ¿Dónde encuentro barro azulado? A la salida, un monumental y nuevo edificio de justicia social deberá levantarse.
Explicaba mi querida Tatica, que Babel significa Puerta de Dios. Otros explican que significa confusión. En 1978, cuando nació la primera bebé-probeta, Louise Brown, cursando nosotras el octavo grado, esta maestra nos dividió en un careo entre las que estábamos a favor o en contra de esa nueva modalidad de procreación. Bacó nos inició en el debate de ideas en torno a la polémica entre la ciencia y la ética religiosa sobre la fertilización in vitro que se extiende hasta el presente. Enseñaba religión con el método de la dialéctica platónica.
Mi puerta de salida a la impotencia que provoca el enclaustro durante la pandemia, abre hacia adentro de esos libros, a los que paso el pañito aséptico pendientes de lectura y sosiego. Ninguno trae la cura del coronavirus. Sin embargo, algo me dice que el barro de mi ladrillo azul se encuentra entre sus páginas.
Para iniciar el ciclo de lecturas de la cuarentena, o bien, abrir el portal de salida, elegí un ensayo autoría de Daniel Mendoza Bolaños. Mi buen amigo mexicano, me obsequió sendos ejemplares de sus dos tesis universitarias, la que le dio el título de maestro y luego la de doctor en ciencias educativas. Ambas versan sobre el maestro y humanista dominicano Pedro Henríquez Ureña (1884-1946). Empecé con la primera, que le confirió a Daniel el grado de maestro en Ciencias de Especialidad de Investigaciones Educativas del Centro de Investigación y de Estudios Avanzados del Instituto Politécnico Nacional de México.
La tesis de magister de Mendoza, es un acabado ensayo que estudia las cartas intercambiadas por Pedro Henríquez Ureña y el novelista, periodista y abogado mexicano, Martín Luis Guzmán (1887-1976) entre los años 1910 a 1918. El recurso epistolario le permite a Mendoza un acercamiento a la situación vivida por el maestro dominicano y su joven discípulo chihuahuense, desde una condición emocional. La tesis se lee como una fascinante crónica, por lo que espero que se concrete el plan de Miguel D. Mena y autor de publicarla bajo el sello de Cielonaranja para beneficio del lector dominicano.
Antes de venir a vivir a México, había leído otros dos epistolarios de Henríquez Ureña: el de su familia, publicado por Arístides Incháustegui (EPD) y Blanca Delgado Malagón, con el auspicio del Ministerio de Educación Bellas Artes y Cultos de la República Dominicana, una lectura que debería ser obligatoria en la secundaria de nuestro país; y el que compartió el notable dominicano con su primero discípulo predilecto, y luego entrañable amigo, el escritor, filósofo, maestro y diplomático mexicano Alfonso Reyes, editado por el mexicano Enrique Zuleta Álvarez.
Las releo con frecuencia ahora que puedo entender mejor el escenario en que vivió, en un momento crucial de su vida, el humanista dominicano durante sus dos estancias en México. El primero, hacia el final del Porfiriato y el estallido de la Revolución Mexicana cuando fue uno de los protagonistas del Ateneo de la Juventud; y, en luego como reformador académico junto a José Vasconcelos, primer ministro de la Secretaría de Educación Pública de México, en el período posrevolucionario.
En esta nueva colección de cartas de la tesis de Daniel, descubro ángulos inexplorados de la historia del Ateneo de la Juventud y me identifico con Martín Luis Guzmán, abogado con vocación artística, en su caso, el dibujo. El cuasi-ateneísta, como lo llama el autor de la tesis, tuvo un demorado inicio en los estudios helénicos. Luego de varios intentos fallidos y gran perseverancia, pudo lograr el respeto de ese mentor singular que fue Pedro.
Me agradó descubrir, gracias a Mendoza, que Guzmán se ganó la atención de Henríquez Ureña cuando, al salir el segundo unos meses al Caribe, encontró en el primero, el mejor reportero de los eventos políticos que se avecinaban en México con motivo de la revolución. La epístola, y en general, la atención a la documentación y análisis de los hechos, eran de vital importancia para el dominicano.
Mendoza se apropia en su análisis de la intimidad que revelan las cartas entre ellos. Lo logra a través de un colosal esfuerzo de investigación que permite al lector comprender el momentum vivido por sus protagonistas, la relación de ellos con otros miembros del Ateneo de la Juventud, y cómo ese cenáculo de amantes de la cultura de unos veinteañeros excepcionales, fabricó los ladrillos filosóficos con los que se construyó la Universidad Nacional de México (UNAM), una de las más notables casas de estudio a nivel mundial, que cuenta a tres premios Nobel entre sus egresados.
Me encanta porque Daniel, a quien llamo con su nombre de pila gracias a una amistad que nace con el Sócrates dominicano, realiza un estudio de los personajes del epistolario con todas las señales de imperfección de la humanidad. Pedro era testarudo, mal humorado, hasta inflexible a veces. Alfonso, su alumno predilecto, le hacía bullying a Martín Luis hasta con expresiones clasistas. Los miembros del grupo, Antonio Caso, José Vasconselos, Max Henríquez Ureña, Diego Rivera, tenían más conflictos e intereses encontrados entre ellos que los protagonistas de Ozark. La tesis de Mendoza los desmitifica, y permite al lector encontrar los seres humanos con defectos como todos, que los miembros del Ateneo de la Juventud fueron, no obstante convertirse en autores de una gran hazaña colectiva de interés social.
Leyendo la tesis, que insisto es tanto instructiva como entretenida, me dediqué, como enseñan en las lecciones de escritura creativa, a poner signos positivos a derecha y negativos a la izquierda, en el relato de Mendoza sobre la relación entre Pedro, Martín Luis y el resto de los amigos. Los conflictos y pactos entre ellos respecto de temas, tales como, la no reelección, la libertad de prensa el matrimonio, la lealtad, la libertad de cátedra y el compromiso social, son abundantes. Mi ejemplar de la tesis se llenó de signos de más y menos; prueba de que las relaciones humanas, aún entre personas emprendedoras y llenas de luz como los Ateneístas, quienes lograron un proyecto sólido de transformación social, está marcada por golpes de comprensión y accidentes de comunicación. De hecho, según Mendoza, el epistolario concluye de manera abrupta, en razón de un distanciamiento definitivo entre Pedro y Martín, a causa de diferencias insalvables.
A Daniel lo conocí en Twitter, un testimonio de que salir a las redes sociales no es tiempo perdido, y que nuestro nuevo epistolario electrónico de breves caracteres puede servir de umbral hacia conocimientos maravillosos y desconocidos. Me bastó utilizar la etiqueta que leía #HenríquezUreña en un tuit y así conocí a este formidable y amable mexicano con dos estudios avanzados acerca del humanista dominicano.
Tuvimos primero, un intercambio epistolar entre Twitter y Hotmail, hasta que, por fin, hace unos meses, logramos encontrarnos en el Centro Histórico de la Ciudad de México. Le pedí a Daniel elegir en un sitio de los frecuentados por el grupo del Ateneo de la Juventud. Así lo hizo y pasamos una tarde conversando en el Sanborns de los Azulejos.
Sanborns es una cadena de restaurantes de comida típica mexicana. A pesar de haber cruzado por ahí antes, fue hasta esa tarde en que Daniel tuvo la cortesía de regalarme sendos ejemplares de su tesis de maestría y doctorado, cuando supe que, en ese mismo edificio colonial, con galerías y salones amplios y hermosos que guardan frescos de José Clemente Orozco, desde 1917, fue rentado por los hermanos Walter y Frank Sanborn.
Lo transformaron en un entonces moderno, restaurante-cafetería, con tienda de regalos, tabaquería y farmacia. Ciento tres años después sigue abierto, y hace sentir al comensal como si hiciera una visita al pasado, en los días en que Diego Rivera diseñó la portada de la revista Savia Moderna publicada por el movimiento literario de los jóvenes; o cuando el severo, poco paciente y estricto Pedro, citaba a Martín Luis y otros discípulos, para debatir las lecturas de obras griegas, conforme el método de Walter Pater.
La torre de Babel era de ladrillos azulados, para imitar el color del cielo que querían tocar los babilonios. Louise Brown, la primera persona salida a la vida de un tubo de ensayo vía la fertilización in vitro, el 25 de julio de 1978, hoy tiene cuarenta y un años y su propio hijo concebido de manera natural con el portero de un club nocturno. Como explicaría Carl Jung, todos andamos buscando umbrales escondidos por los que cruzar. La última vez que vi a mi querida maestra Altagracia Bacó, no hace tanto, la saludé emocionada al comprobar que vive. Pasa sus días otoñales en retiro y claustro con el resto de sus hermanas altagracianas ubicado en el plantel del Colegio Nuestra Señora de la Altagracia (CONSA), donde estudió mi hijo.
Su sonrisa y su pelo corto de novicia sin hábito, eran inconfundibles a pesar del paso del tiempo que a todos se nos pinta en la cara. Lo único distinto es que ahora su cabeza está encanecida y azul. La abracé agradecida, le presenté a mi hijo, aunque no sé si me reconoció. Con Daniel intercambio mensajes por WhatsApp; en lo que pasa la cuarentena, organizo un inventario de libros que me mandó a leer durante nuestro encuentro en el Sanborns de los Azulejos. Quizás cuando termine la reclusión tenga un ladrillo de barro azulado en mis manos olientes a cloro.