Hablar de “Derechos de Autor” en el país dominicano ha significado asumir un viejo tema de justicia intelectual. Eso de publicar a quien quiera, de utilizar la creatividad del otro en beneficio empresarial o personal, marcaba un país con premisas legislativas muy laxas. Ahora nos formalizamos, gracias a instituciones como la Oficina del Derecho de Autor (ONDA), del Ministerio de Cultura, y la Oficina Nacional de la Propiedad Industrial (ONAPI), dependiente del Ministerio de Industria y Comercio.
Bien por el respeto a la ley, a la creatividad, a la memoria de los creadores.
Cuando pienso como investigador y editor, como un preocupado por la recuperación de obras que hasta ahora olvidadas, el tema de los Derechos de autor me plantea algunas dificultades.
¿Cómo enfrentar legalidad y realidad dominicana? ¿Cómo combinar el deseo de compartir textos, ideas, cuando entras en el terreno movedizo de preguntar a quién le corresponde autorizar tal texto?
De llevarme por las leyes de Derecho de Autor no hubiera publicado las poesías completas de Juan Sánchez, ni recuperado la obra ensayística de Aída Cartagena Portalatín, Antonio Fernández Spencer, Erwin Walter Palm, entre otros.
Me explico: soy esencialmente investigador y editor. Desde 1985 comencé un proyecto editorial como “Ediciones de la Crisis” y desde los 90 se conoce como “Ediciones Cielonaranja”. Junto a la publicación de entonces nóveles autores, me interesó la recuperación de obras que consideraba esenciales de la literatura dominicana. Los dos primeros fueron Juan Sánchez Lamouth y René del Risco Bermúdez. Por más intentos que hice, sólo conocí a una prima del primero a principios de los años 80. Con del Risco tuve más suerte: su hija Minerva me apoyó desde un principio. La misma intranquilidad la he sentido a la hora de publicar a Manuel Valldeperes, a Carmen Natalia, al mismo Pedro Mir: ¿y si aparece un sobrino que cree que yo me estoy haciendo millonario?
En países más desarrollados, como México o Argentina, ya hubiese acudido a una Asociación de escritores o a una entidad oficial donde diesen cuenta de esos creadores. O a un Ministerio de Cultura con departamentos de apoyos a editoriales independientes. Eso es soñar en nuestro país, porque en Santo Domingo todo es de bocas y de oídos. No hay registros. La universidades que cuentan con Humanidades son dos –la UASD y la PUCMM, pero por favor, corríjanme el dato. Y si no hubiese trabajado con el principio que siempre me ha guiado, no hubiera hecho nada en más de estos 30 años: “Si no lo publicas tú, nadie lo hará”. Arrogancia, demasiada confianza, en mí mismo, no sé el alcance final de esta frase. Sólo digo que investigo, edito e imprimo porque todo me hace feliz y a uno que dos –o tres- amigos míos.
¿Publicar sin permiso de los herederos? No he encontrado vía alternativa. Digamos: soy un editor casi ilegal, que debería dejar de publicar porque su pasión no puede estar sobre las leyes. ¡Exijo me condenen! ¡Yo me acuso!
Mi realidad, por lo demás, es un tanto curiosa: edito para cincuenta lectores –sí, 50 LECTORES, como máximo. Mis libros no circulan en librerías, porque no dispongo de la logística ni del papeleo. Vendo mis libros a manos, en actividades que hago cuando estoy en el país. (Resido en Berlín desde 1990). No le regalo libros a los críticos porque quisiera saber dónde están esos críticos, y también porque ya me he acostumbrado al ninguneo tradicional en Dominicana. Digo todo esto para decir simplemente: si tuviera que pagar Derechos de Autor, los emolumentos seguramente serían bastante risibles. Y lo peor del caso: cuando publico, siempre entrego diez ejemplares, con el sueño –que pocas veces se me da- de vender 100 ejemplares.
Hacer del mundo editorial un negocio implica una logística de la que no dispongo. Moraleja: nunca se podrá vivir como editor independiente en Santo Domingo a menos que sea… un vivo.
Decido a partir de constatar la importancia de un autor, de tenerlo en mi biblioteca, de reubicarlo en el mapa literario, de sacarlo muchas veces del clisé, las malas lecturas, hasta la miopía o la doxa de esa crítica literaria que repite y no descubre.
En este camino he recuperado a autores como Amelia Francasci, nuestra primera gran narradora, quien ha estado siempre bajo el velo de su libro sobre el Arzobispo Meriño, sin advertir la importancia de su novelística y sus ensayos. También me ha pasado con Manuel F. Cestero y Gustavo E. Bergés Bordas, nuestros primeros grandes ensayistas sobre el tema modernidad, léase: Nueva York.
Aparte de la recuperación, está la reedición: la obra de Manuel Zacarías Espinal y Tomás Hernández Franco, precariamente publicadas.
Y así podría citar un listado de obras y de autores que ya pasan del ciento.
Sin embargo, siempre vuelvo al tema de los Derechos de Autor, porque en algunos casos, se convierte en el peñón en el zapato, un limbo del que no siempre me puedo salvar.
Me ha pasado con un autor hermosamente editado, pero que por otra parte al parecer se quedará en su caro anaquel: Freddy Miller Otero. El deseo de publicarlo de una manera popular, asequible, se ha visto contrariado con esa zona de tierras movedizas de los Derechos de Autor. ¡Se dificulta tanto conseguir los Derechos que mejor dejemos que el público lector vaya al Banco Central a buscarlo!
En resumidas cuentas: para un editor independiente, que se ajusta al mercado lector dominicano –precario, escaso y cada vez más entrampado jurídicamente-, la tarea que le queda pendiente tal vez sea olvidarse de los fallecidos en los últimos 70 años. O lo que es lo mismo: aplicarse una especie de lobotomía del conocimiento.
Ya sea que los herederos no aparezcan, o que aparezcan y sea tan complicado que firmen un papel –porque creerán que tú te harás millonario publicando al deudo-, el tema de los “Derechos de autor” ha producido, también, sus daños colaterales.
El lado de la justicia intelectual es el lado luminoso del Derecho de Autor. Su lado financiero, ese en el que se piensa que nuestra literatura genera beneficios económicos superlativos gracias a los Derechos de Autor, es su lado oscuro. O peor: siniestro.
Mientras tanto, sea en bytes o en papel y tinta, editar también es una manera de crear.
Y si los Derechos de Autor se convierten en piedra en el camino, oiremos al filósofo boricua Ismael Rivera: “Yo no quiero piedras en mi camino”.