La experiencia construida en base a lo que percibimos en la realidad del control de la criminalidad puede desorientarnos en aquello que debería ser considerado como normal y ético. Imaginemos un país en el que es común que los agentes del orden disparen indiscriminadamente contra masas de manifestantes; en el que las muertes de ciudadanos en manos de las agencias de persecución no es ya un hecho noticioso, sino la forma  habitual como actúan estas instituciones. Pensemos en una Nación donde los organismos encargados de perseguir la criminalidad acosan y arrestan personas sólo por sus estereotipos y estigmas sociales.

En verdad nada de esto nos es difícil de imaginar. Es la forma como la DNCD y la Policía Nacional actúan. Basta con que se diga que esa masa de manifestantes era un grupo de desordenados; o que el ciudadano murió o resultó herido en un intercambio de disparo era un delincuente. Tratándose de los hijos de Machepa nadie pregunta mucho y pasamos la página de inmediato. Es normal, al menos así lo evidencia la frecuencia con que ocurren. Es merecido, sentencian muchos en sus mentes. En definitiva, estamos acostumbrados.

La violencia oficial, oculta ante nuestros ojos por una tolerancia horrenda, alcanza a veces niveles brutales. Disparar a matar sólo porque el conductor no se detuvo a la orden del agente. Golpear brutalmente a una mujer a la que la DNCD vinculaba con el microtráfico. La defensa de estos organismos es que se lo merecían. Debieron pararse para que no le dispararan, espetan sin pudor. La mujer y la familia estaban vinculadas al delito, afirman para justificar su crueldad. Estos son abusos, que a pesar de su asiduidad no podemos justificar.

Muy pocas voces se alzan en contra de estas conductas institucionalizadas por temor a que se asocie el reclamo con la defensa del crimen. Este no debe ser el dilema. Reducir los derechos humanos y aumentar la violencia brutal y discriminatoria para gestionar la criminalidad es un sofisma porque ello no es ético ni tampoco garantía de eficacia. En el fondo, con esta aparente dicotomía sólo se disfrazan las ineficiencias de nuestros órganos de persecución del delito que viven en connivencia corrupta con el delito y convierten en chivo expiatorio los derechos fundamentales. Por eso gritan quejumbrosos ante los intentos de profesionalización, control y escrutinio.

Ante estos abusos es más que nunca necesaria una reforma a la Policía Nacional y a la DNCD. No son los derechos fundamentales los que tenemos que aplatanar, como proponen. Es insólito como se afirma sin escrúpulos que debemos someter los derechos al yugo de una fuerza en su mayoría corrompida. Mientras esto dure conviviremos con la hipocresía de una lucha contra la delincuencia contaminada de corrupción e incompetencia que a la vez legitima excesos y arbitrariedades que no conducen a ningún resultado. El cual se supone que debería ser la gestión adecuada, estratégica y efectiva de la criminalidad, en el marco de los respetos a los derechos fundamentales.