-Usted lo que tiene es mucha “boca” pero ninguna “ción”- le vociferó el prefecto de disciplina del Seminario Santo Tomás de Aquino a Críspido Carrasco.
Lo peor que se le podía decir a un seminarista en aquella época de María Castañas, cuando a los perros se les amarraba con longaniza, era que no tenía vocación, el “llamado” de Dios. Eso era peor que mentarle la madre.
Críspido Carrasco, como su nombre lo indica, siempre andaba crispado, con más hambre que deseos de rezar. Y esto le exacerbaba la libido, la energía vivencial, dándole un hambre desmedida. Se podía comer una vaca entera cualquier día de la semana de una sola sentada y esa noche se atragantó las diez chuletas que habían servido de cena en su mesa. Diez chuletas por mesa, siete seminaristas por cada mesa y 25 mesas en total.
-Tragón impenitente! ¡Dromedario del desierto! ¡Goloso de campanario!- sentenció el prefecto- ¡A usted la gula lo va a matar!. ¡Usted no tiene ninguna vocación!
-¡Traedle todas las chuletas que han sobrado de la cena para que se las engulle!
Además de hambriento empedernido, como ha estado siempre el pueblo dominicano de justicia, a Críspido Carrasco lo habían pillado después de la siesta extasiado infraganti en las pantorrillas macizas de Ifigenia Sepúlveda, la hija mayor de doña Catana, la señora que lavaba las sábanas de los seminaristas y se sabía de memoria todos sus sueños mojados.
-¡Tragar… tragar! ¡Acabar de una vez con todas esas chuletas!- le ordenaba desaforado el prefecto, como un sargento mayor y como si Críspido Carrasco fuera un vertedero de basura viviente, de esos que abundan en Santo Domingo, como si hubiera cometido un pecado imperdonable que lo condenaba sin remedio al averno.
Como había nacido y se había educado en la España de Francisco Franco Bahamonde, el cura no comprendía que la curiosidad sexual de los carajitos nacidos en el Caribe, descendientes de taínos y de africanos, era mucho más precoz que la de la juventud de la península Ibérica, donde la culpa del pecado perseguía a los jóvenes desde antes de ellos nacer.
-¡Calma, padre, de lo contrario no voy a poder terminar con su encomienda que se me ha convertido en tremenda jodienda!-imploró Críspido Carrasco en puro vernáculo dominicano, entre chuleta va y chuleta viene.
Esta plegaria tan ríspida fue como mentarle la madre al cura, quien se exacerbó aún más contra Críspido Carrasco, pues pensó que se estaba burlando de él y de la tortura china a la que lo había condenado sumariamente.
-¡Gamberro gitano! ¡Chorroborro lujurioso!- gritaba el cura hecho un energúmeno y casi echando espuma por la boca de la rabia.
– Padre, la ira es uno de los siete pecados capitales y usted se ha convertido de repente en un diablo a caballo- atinó a susurrar Críspido sin tragar la última chuleta. Y ahí mismo el cura lo sentenció a la tortura adicional de engullirse todas las migajas del piñonate que había sobrado esa noche del postre de los seminaristas.
-¿Le ayudo, padre?- indagó López Rey con los labios pálidos del hambre, uno de los que Críspido Carrasco le había robado la cena, como algunos políticos le han robado el futuro inmediato al pueblo dominicano. Algunos de ellos hasta se han casado con el Diablo desde hace tiempo.
-¡Dejadlo! ¡Dejadlo como a San Juan en la isla de Patmos!-ripostó el cura.
-¡Ofrézcome a la Virgen y a todos los santos! -gimió Críspido Carrasco, cuyo gran defecto fue siempre el de no saber callar a tiempo.
Pensando, como el Sísifo de la leyenda griega, que iba a saciar su hambre con creces, a Críspido se le olvidó el hecho de que el piñonate produce una sed del carajo y que, como el Sísifo original, corría el riesgo de morir ahogado esa noche en su propia cama.
-¡Ni que hubieran sido las pantorrillas de Sofía Lorenz!- regurgitó el cura, como si las palabras le salieran desde el píloro.
– ¡Ay, padre, bien se ve que usted no sabe lo que son unas buenas pantorrillas macizas como las de Ifigenia Sepúlveda!- ripostó Críspido Carrasco atragantándose.
Y ahí mismo se armó la de Troya, pues el mundo de Críspido Carrasco se vino abajo. Al cura tuvieron que agarrarlo tres musculosos seminaristas para evitar que le rompiera la bandeja humeante de las chuletas en las costillas en el nombre del mártir del Calvario.
-¿Cómo es posible que los que dizque representan a Dios en la tierra actúen siempre como el mismo Diablo?- masculló Críspido Carrasco con media chuleta colgándole de la garganta, como una lengua de dinosauro parecida a la del Capo de Elías Piñas acusando a Leonel Fernández y todo el mundo tan campante, afirmando que dice la verdad.
-¡Hijo de los molongos! ¡Gilipollas sin vocación! ¡Burro endemoniado de Gurabo!
El caso fue que a Críspido Carrasco, al día siguiente, tuvieron que refugiarlo en la enfermería del seminario debido al empacho que le propinaron las chuletas y el piñonate. Al prefecto tuvieron que sacarlo delirando y en parihuelas, como a los sumos pontífices de la Edad Media, e internarlo en la Clínica Abreu, que, en aquella época, parecía que estaba en otra galaxia.
La última vez que vi a Críspido Carrasco fue a la entrada del colegio de señoritas Santo Domingo, donde él fungía como capellán. En ese tiempo el colegio estaba administrado por unas monjas norteamericanas de la Orden de Santo Domingo y Críspido se parapateaba solícito, con su rosario en la mano izquierda, las fosas nasales ensanchadas y la mirada torva hacia abajo, en señal de humildad cristiana, igualito a un toro miura en medio del ruedo, pasándole revista a toda pantorrilla femenina maciza que cruzara por su lado.
-¿Y qué pasó con aquel cura prefecto del Seminario Santo Tomás de Aquino, que te acusó de no tener vocación?
Y Críspido Carrasco, todo quitado de bulla, sin despegar sus ojos de la tierra, me miró de reojo como un escarabajo tuerto y contestó sin inmutarse un solo instante:
-Era el padre putativo de Ifigenia Sepúlveda.
*Historia real.