(Cuento) 

Ya era el cierre de campaña. Las elecciones presidenciales serían celebradas en un par de semanas. Los candidatos y los partidos políticos estaban en una euforia desbordada. Era el momento de dar el todo por el todo. Las calles estaban embadurnadas de letreros acompañados de imágenes de candidatos.

La gente no tenía cabeza para pensar en otra cosa que no fuera el partidismo. No había tregua. Y era una efervescencia azuzada por los medios. Pero de los veinticuatro partidos políticos sólo dos tenían las posibilidades, el blanco y el morado. Mayormente el morado, pues el candidato del blanco tenía el estigma de haber quebrado el país la vez que ejerció el poder durante ocho años. Y para rematar, su primer presidente no terminó el mando, pues apareció muerto en su baño personal en pleno palacio. Ocurrió cuarenta y cinco días antes de entregar la silla.

El segundo presidente fue sometido a la justicia acusado de corrupto. Durante su gestión ocurrió una poblada que produjo la muerte de cientos de ciudadanos a mano de las fuerzas militares. Contrario a esto, el candidato del partido morado en su primer periodo sacó el país de la crisis económica, generó nuevos empleos y promocionó la inversión extranjera. Era un hombre joven que logró granjearse el apoyo del escurridizo líder del partido rojo. Se trató de una figura vital y decisiva en la vida de la nación a pesar de su edad. Había ejercido el poder por más de veinte años y después de la desaparición de la tiranía. Era un patriarca sagaz dentro del espectro político y partidario.

Pero gracias a su éxito, el candidato morado volvería a reelegirse. Era abogado, catedrático universitario, escritor y hablaba con fluidez varios idiomas. Fue considerado carta segura.

A una semana del cierre de campaña, tal como lo venía haciendo en el país, haría un recorrido por la zona norte de la capital. Allí remataría su jornada, que implicó gran esfuerzo y la inversión de millones de pesos.

Cinco días antes del acontecimiento, una delegación de miembros del partido llegó a la iglesia.

-Deseamos que usted, en representación de la comunidad, de la bienvenida al señor Presidente cuando venga.

Al decir verdad, no me gustó la idea. Sabía que en esto obligatoriamente estaba envuelto lo político. Pero, como se trató del Presidente todavía en función, entendí que sería una deshonra de mi parte no hacerlo.

Cuando llegó el día de la visita, una expectativa inmensa reinaba en todo el ámbito. La seguridad, uniformada y vestida de ciudadano común, se desplegó por todas partes desde muy temprano en la mañana. Los militares estaban apostados en las esquinas, en la cúspide de los edificios, debajo de los árboles y en las entradas y las salidas de las calles. Los agentes del tránsito dirigían los conductores por los desvíos. En las vías por donde pasaría la caravana presidencial se prohibió el estacionamiento de autos. Los militantes del partido tomaron los puntos principales. Hondeaban banderolas y pancartas. “Bienvenido señor Presidente”, decían. “Lo bueno no se cambia”. En la medida que las horas avanzaban, mayor era el apiñamiento de seguidores, curiosos y gentes común del pueblo.

El Presidente llegaría a las dos de la tarde. “Usted deberá estar en el lugar de recibimiento a las doce del mediodía”, recuerdo que me dijo uno de los comisionados.

Cuando me preparaba en la casa, nunca imaginé con lo que me encontraría al salir a la calle. Próximo al lugar del recibimiento, ya no había espacio para transitar en vehículo. Me desmoté del taxi y completé el trayecto restante a pie. Me iba abriendo paso por entre las gentes. El edificio donde entraría el Presidente, desde temprano en la mañana fue acordonado. Aparte de la vaya metálica, estaban los militares portando armas de largo alcance. Las personas querían estar cerca de donde pasaría el mandatario, unos para hacerle entrega de cartas, de peticiones y, otros, por simple curiosidad.

-¿En qué puedo servirle?-me preguntó un oficial al asomarme a la entrada.

-Soy de los que van a recibir al Presidente-le dije.

-Aguarde un momento.

El oficial sacó de un maletín una lista.

-¿Cómo usted se llama y qué representa?

Con una mirada concentrada buscó el nombre. Tras identificarme, ordenó a un subalterno conducirme al interior del edificio. No sin antes revisarme minuciosamente desde arriba hasta abajo con las manos y con aparatos sofisticados. Al entrar, vi personas ya sentadas. Me acomodé en el último espacio disponible. Mis ojos empezaron a observar el ámbito. Las únicas mujeres eran dos monjas que, con carpetas sobre las piernas, hablaban en tono quedo entre sí. Afuera se escuchaba el murmullo del pueblo congregado.

A la una de la tarde el calor era sofocante dentro del edificio. Los pañuelos se habían impregnado de sudor. Seis abanicos giraban pero lo único que hacían era reproducir el vapor, generado por el sol quemante del verano y por el aglutinamiento de tantos cuerpos humanos. La desesperación era cada vez mayor. Faltaba una hora, pero daba la impresión de ser una eternidad.

Al principio los presentes entablamos una que otra conversación sobre temas vagos. Era como un querer matar el tiempo. Pero el calor y la monotonía de la espera mataron toda inspiración. Ya sólo nos contemplábamos sin decirnos nada.

Miré mi reloj y, al fin, noté que eran las dos de la tarde. Tenía la idea de que, en cualquier momento, se anunciaría la llegada del Presidente. Percibí que los demás pensaban lo mismo, pues estaban inquietos. Por tres ventanas entraba la brisa de la calle. Sin embargo, parecía provenir de una caldera. En lugar de atenuar el ambiente soporífico, lo que hizo fue aumentar la sensación opresiva del salón. Una de las monjas sacó un abanico de mano. El sudor le ensopó el velo blanco de la cabeza y ya se desplazaba por todo el vestido talar. Otros movían las piernas de manera acelerada y, con la goma de mascar, sus mandíbulas subían y bajaban. Los demás componían y descomponían los papeles dentro de las carpetas, consultaban los relojes en las muñecas, miraban para todos lados, notaban los giros de los abanicos y observaban la puerta de entrada y de salida.

Uno de los oficiales se acercó hasta mí.

-Señor-me dijo al oído-, esta es una carta de un hombre muy humilde. Me dio lástima cuando lo vi. Me pidió con ruegos que se la entregue a uno de ustedes para que se la dé al Presidente. ¿Puede usted?

Como se trataba de entregar algo bajo mi responsabilidad, abrí la misiva para ver de qué se trataba en realidad. La carta decía:

“Señor Presidente, por más de treinta años trabajé en el ingenio Santa Catalina. Pero fui retirado con una pensión que no me da para nada.

“Aparte de estar pasando hambre y muchas crujías, estoy muy enfermo. Vivo en un cuartucho alquilado donde los goterones caen sobre mi lecho y no tengo para comprar medicina.

“Debo hacerme una operación en la columna vertebral pero no tengo ni en que caerme muerto. Fue un desvió por una fuerza mala que hice transportando la caña en los bueyes. Sólo le pido aumentar un poco más mi pensión y ayudarme con los gastos médicos. Esperando su pronta respuesta,

Mauricio Betances”.

Enrollé el pedazo de papel y lo metí en el bolsillo izquierdo de mi camisa. Por largo rato pensé en ese hombre.

El tiempo marchaba. Dieron las tres, las cuatro, las cinco e íbamos rumbo a las seis y nada ocurría. Afuera se percibía la presión de la multitud.

A las cinco y treinta minutos de la tarde, se sintió una movilización. Un alto oficial apareció ante nosotros.

-Señoras y señores-dijo-, vengo a informarles que el señor Presidente no podrá detenerse a hablar con ustedes. El lo siente mucho. La razón es que ya nos cogió la noche y el jefe de seguridad ha indicado que ya no es prudente exponer al mandatario a estas horas.

El anuncio inquietó a todos causando un enorme revuelo.

-¡No señor!-exclamó uno de los hombres-. Nosotros hemos esperado al Presidente desde hace tiempo. Es una falta grave contra los hombres del pueblo y del partido. El tiene que escucharnos. No está bien que después de tanta esperanza ahora nos digan que nos iremos sin que siquiera se nos escuche.

El alto oficial pidió le dieran la oportunidad de hablar con su superior. Salió del edificio y se acercó al vehículo que estaba estacionado al frente. Luego regresó.

-Esta bien-dijo-, el jefe me informa que el Presidente se detendrá pero, por favor, no lo detengan por mucho tiempo. Vamos todos a ser prudentes.

En la medida que los minutos iban transcurriendo mayor era el murmullo afuera. Dos hombres vestidos de civil entraron al salón con dos perros. Pasearon los caninos por todos los rincones. Olfatearon debajo de las mesas y de los pies de todos. Luego, de forma rápida salieron. La multitud de gentes empezó a inquietarse.

“! Que viva el Presidente!”, se escuchó.

Una enorme caravana de autos potentes y de lujo empezó a pasar. Finalmente, se detuvieron. De un auto lleno de altos oficiales y colaboradores palaciegos emergió la figura del Presidente. Las luces emanadas de las bombillas de la calle permitieron ver cuando levantó las manos y saludó a las gentes. Rodeado, se dirigió al edificio.

-¡De pie por favor!-exclamó uno de los miembros de la comitiva-. El señor Presidente de la República hace su entrada.

Era un hombre alto, de cabello crispado, ojos abotagados, nariz ancha y aplastada, frente redonda y orejas pequeñas. Tenía un bigote bien recortado por los bordes de los labios.

Al entrar, fue saludando y escuchando a cada uno de los que allí esperábamos su presencia.

-Señor Presidente-dijo el colaborador-, estas son las monjas de la iglesia El Sagrado Corazón de Jesús.

-Mucho gusto, dijo el mandatario al momento de extenderles las manos.

-Gracias señor Presidente-dijo una de las monjas-. Nosotras les damos la bienvenida a la comunidad y queremos pedir que su gobierno nos haga otra iglesia porque la que tenemos es un viejo ranchón de madera cayéndosenos encima. Deseamos, además, una guardería para dar asistencia a las madres solteras. Aspiramos, también, a un centro de manualidades. Las demás cosas están consignadas aquí en este documento.

El Presidente sonrió, recibió el legajo, que, luego, lo pasó a uno de sus colaboradores.

Al encuentro penetraban las voces de los ciudadanos afuera.

“! Señor Presidente acuérdese de las calles de este pueblo!”, decían algunos. “! Necesitamos un hospital!” “¡Recuérdese del puente en el río!” “¡El acueducto, por favor, constrúyalo ya!”.

La siguiente persona en la fila fue un candidato a diputado por el partido rojo, pero que apoyaba su candidatura. Era un hombre gordo como un globo aerostático, dueño de todas las bancas de apuestas de la comunidad. Este pidió al mandatario que ordenara a la militancia morada a votar por él en las elecciones congresionales.

Así siguió el protocolo hasta llegar al último. Finalmente, el mandatario tomó nota de todo cuanto se le pidió, verbal o escrito, y, luego, se marchó. Un secretario cargó con todos los papeles, folders, cartas y documentos. Trepó sobre el todoterreno y se fue alejando con un movimiento de mano.

Ya cuando me sentí liberado, salí del edificio. Fue entonces cuando vi una realidad que desconocía por las paredes de donde había estado casi siete horas como un prisionero. Ahí estaba la multitud inmensa. La gente se había trepado sobre los techos de las casas, de los edificios y sobre las verjas. No existía el más mínimo resquicio por donde yo pudiera esfumarme. La mejor decisión fue esperar hasta que la muchedumbre y la euforia se disolvieran un poco.

Finalmente, me fui alejando en la dirección opuesta a la caravana. Pero seguí tropezando con vehículos de alto cilindraje que, aún a la distancia, seguían al Presidente. Cada colaborador guardó la distancia según el rango.

Tenía deseo de llegar pronto a mi casa, pero el taxista se vio bloqueado por el inmenso entaponamiento. No había calle libre del efecto de la larga y poderosa caravana y del bullicio y movimiento desordenado de las gentes. Especialmente los correligionarios. A las doce de la noche pudo el conductor ponerme en la puerta de mi hogar, después de sortear hileras de vehículos, gentes agrupadas y de pasar sobre innumerables afiches, papeles y pancartas arrojados en el suelo. Yo estaba exhausto y agotado.

-¿Cómo te fue?-me preguntó mi esposa.

-¿Qué cómo me fue?-le devolví la pregunta-. Me fue tan bien que espero a nadie más se le ocurra, mientras yo viva, volver a invitarme a hablar con un Presidente en campaña reeleccionista.