La poesía es un territorio y un campo de intensidades donde se refleja la dinámica interna y externa del poeta como ser en la cultura. Pero la cultura tiene también muchos focos, niveles y lenguajes de visión particulares. En el espacio de las expresiones poéticas actuales, los poetas constituyen sus mundos interiorizados por aquella soledad, rebelión metafísica y movilidades imaginarias muchas veces abiertas a todo recuerdo y a toda intuición-intención fundante del poema.

La poesía es aquel lenguaje de resonancias y fulgores donde los días y las noches se agolpan en un tiempo convulso de cuerpos y mentiras; de verdades que inundan la presencia sentiente y final del nombre; pulso que sostiene toda una historia individual permanente en la memoria colectiva y en la lengua secreta de los poetas itinerantes. Para comprender la obra poética de Ramón Arturo Jaar y Pérez () en el orden deseante del poema es necesario también entrar desde la lengua a su registro lírico y muchas veces místico.

En su caso, llegará el momento en que la historia de la poesía será la historia de los poetas y sus intensidades vitales, expresadas mediante la letra escrita y la huella del cuerpo vencido, narrado y descubierto por la voz intimada del sentido. Más universal será la poesía dominicana entonces, cuando los ejes nouménicos creen sus tonos y tiempos en el cuerpo-sentido del poema. En este enmarque el rescate será el proceso necesario para que la poesía de Ramón Arturo Jaar y Pérez dialogue desde su potencia lírica y sea conocida en su verdadera  dimensión de forma y lenguaje.

Ramón Arturo Jaar y Pérez (1937-1991) fue en su tiempo ontológico el poeta de la desesperanza y del amor. Ambas nociones, sin embargo contradictorias, impulsan una finalidad que conjuga la tensión vida/muerte; conocimiento/apariencia; mundo interno/mundo externo. Estas correspondencias producen un campo de legibilidad situado en la penumbra en que su vida atildó queriendo unificar su universo, su propio lugar en el planeta, en fin, su propia mitología de sombras y visiones, de fulgores en una noche que desde sus comienzos parecía eterna, infinita en sus caídas y estremecimientos.

Y es que la poesía de RAJP es un canto de rebelión propio de las ausencias, del irrenunciable amor que muchas veces, como en su caso, pronuncia la eternidad de un topos sensible y milenario en el movimiento de la poesía. Su compromiso en este sentido fue el hechizo, la ausencia de un cuerpo desaparecido y lejano a sus deseos. Su aspiración jamás sería realizada, pues siempre aspiró al amor negado, impedido, solitario, y como todo romántico, místico y rebelde, aceptó las contradicciones que agotan al existente en su derrumbe interior, en la palabra que marcó su territorio, su lengua y su mundo de perplejidades y fantasías.

La aspiración de este poeta nacido en San Cristóbal en 1937 quiso tocar los límites y como en todo pensamiento trágico, no pudo sustituir para ello la divinidad, el cerco de visión que sitúa el mundo en el imaginario estético-sensible del poema-tiempo de la vida. La justificación de la caída empezó con la pérdida ontológica y el impulso de eros-agapé, esa tensión que arrastró  toda su vida y que en una noche signada por su espíritu lírico rompió los bordes del leteo, para de esta suerte crear el castigo y la rendición, la travesía que impulsó sus quimeras, ensueños y palabras de mundo:

“…parecía una mujer

aquella sombra

a mi lado, en el lecho,

sobre todo mi cuerpo proyectada,

contra todas mis ansias adheridas…”

Y como en los estados oníricos donde la visión asegura mediante el éxtasis la misma imagen en los límites del fulgor, la apariencia engendra una vez más la mirada nocturna:

“Parecía una mujer

aquella sombra

que, de repente, trémula,

se deslizó de amor entre mis brazos…”

Para terminar, por fin en el clamor de los románticos y modernistas, en el estallido del orden visionario:

“¡Oh, amoroso delirio

casi cuajado de forma!

¡Oh, sensación de frescura

que me ha quedado en el cuerpo!

¡Oh, mis manos!”.

El desgarramiento del poeta extiende el momento donde las criaturas claman, además, con la pasión del rebelde, del apóstata de aquel que ante la soledad se declara blasfemo y sobre todo, poeta:

“No es contra ti, mi Dios,

mi rebelión, no es contra ti.

pero, por piedad,

escúrrete,

o

aíslate

de mis incertidumbres.

Intensa niebla

me cruza por el alma…

mientras tanto, Dios mío,

gradúame

hasta lo mínimo,

en ideas,

ansias

y necesidades…”