¿Qué hay de malo en que una organización política, en goce pleno de sus facultades legales, haga uso de sus normas y mecanismos internos de la manera que considere más  oportuna y conveniente?

¿Qué hay de malo en que una figura del país considere que la ejecución de un determinado programa público beneficia a personas que, según su criterio individual, no se merecen tal atención?

Nada de malo, salvo que esa organización aspire a dirigir los destinos de la nación desde el poder ejecutivo, ostentando ya una cuota importante de representación en el parlamento y las alcaldías, y que la figura pública sea su candidato a la Presidencia de la República.

En tal eventualidad, se generan problemas de interés colectivo en absoluto poco relevantes.

Si creemos fielmente lo que consta en la prensa, el Partido Revolucionario Dominicano aprobó en su XXIX Convención recién pasada (misma en que Hipólito Mejía fue proclamado candidato presidencial) una “amnistía general” para miembros sancionados en la organización, en “aras de la unidad y el triunfo”.

Encarnados en la figura de Enmanuel Esquea Guerrero, cuya expulsión alegadamente se debió a la "violación de estatutos, insubordinarse ante las decisiones emanadas por los organismos superiores y usurpar funciones", los miembros castigados son bienvenidos de vuelta.

Para que una conducta sea confiable debe expresar, de manera sistemática, una coherencia entre las posturas que toma ante el Estado y ante el mundo de sus afectos o inclinaciones personales, y reconocer los límites entre uno y otro

Miguel Vargas, presidente del partido, no obstante ser uno de los públicos precursores de las medidas punitivas, fue el encargado de proponer a la sesión esta especie de “perdonazo”.

Si seguimos el mismo método, podemos recuperar en la prensa las declaraciones dadas por  Mejía el 22 de julio de 2010 a La Información de Santiago, en las que –según el medio- hizo saber sus críticas a “la politización de los proyectos sociales del Gobierno”, en particular del programa Solidaridad el cual “el gobierno actual ha prostituido agregando 800 mil personas, muchos de los cuales no son más que borrachos y drogaditos  y otros que no merecen esa ayuda”. La afirmación ha traído su cola en el debate político de los últimos días.

El problema radica precisamente en la relación entre estos señalamientos, las propuestas que se hacen al país y la “virtud cívica” que una candidatura ha de encarnar.

Es el candidato presidencial Mejía quien ofrece en su discurso de proclamación “hacer cumplir las leyes y normas que obligan a la rendición de cuentas y a la transparencia”, declara inadmisible “la impunidad bajo ninguna circunstancia” y reclama “el concurso de las organizaciones sociales y de los ciudadanos, para que la justicia actúe sin obstáculo, caiga quien caiga”.

¿No debe armonizarse ese razonable y deseable curso de acción con la conducta que a la hora de aplicar o desaplicar las normas tomen a lo interno las autoridades del Partido que pretende gobernar y hacer su mensaje ético extensivo al funcionamiento del país?

Es también el candidato Mejía quien propone un “Plan de Nación para concertar un gran acuerdo con las fuerzas políticas, económicas y sociales del país” que se oriente “a enfrentar la pobreza con más educación, más empleo, más alimentación y más salud”.

Acaso, ¿no debe haber una distinción clara entre lo que una candidatura presidencial entiende como derechos sociales y lo que su moral individual juzgue sobre los comportamientos de las personas beneficiarias (ser “borrachos” o “drogadictos”, por ejemplo), que –guste o no- están amparados por la Constitución que quien gobierne debe hacer respetar, y que en absoluto relativizan el derecho ciudadano –más que el simple merecimiento- a la protección del Estado?

Cuando un funcionario público o una candidatura ofrece actitud frontal contra la corrupción y ampliación del bienestar social, está comprometiéndose con un requisito esencial por el cual debe ser medida: aquello que desde los griegos las sociedades políticamente organizadas llaman “virtud cívica”, es decir la conducta orientada a la armonía de los ciudadanos y al bien de la colectividad.

Para que una conducta sea confiable debe expresar, de manera sistemática, una coherencia entre las posturas que toma ante el Estado y ante el mundo de sus afectos o inclinaciones personales, y reconocer los límites entre uno y otro.

Retomando las preguntas con que iniciamos esta columna: Creyendo en el carácter fidedigno de las informaciones de la prensa ¿Puede el Partido Revolucionario Dominicano tomar las medidas mencionadas y su candidato hacer las afirmaciones que se citan, aún haciendo uso de su pleno derecho, sin a la vez considerar que se afecta la virtud cívica que debe exhibir?