En esta semana, he conversado con algunos alumnos sobre el tema de la violencia y su relación con el miedo. Esta emoción ha formado parte de nuestra historia evolutiva y ha sido de suma importancia para nuestra sobrevivencia biológica. Sin ella, la temeridad nos habría llevado a ser víctimas de los depredadores más fuertes o de agresores provenientes de otros clanes.

Esa misma emoción es la base del rechazo al extraño, al distinto, al que percibimos como una amenaza. No importa los siglos de historia cultural llamados a domesticar nuestros miedos, los mismos subyacen a lo largo de nuestra memoria evolutiva.

En la tradición racionalista de Occidente se ha pensado que la razón puede controlar las emociones. Este supuesto es la base de una ética intelectualista que se ha focalizado en una razón autofundante y omnipotente.

En realidad se trata de una ficción. La razón está condicionada por nuestras emociones, incluyendo nuestros miedos. Y nuestros miedos, además de ayudarnos a sobrevivir son también fuente de prejuicios, sesgos y violencias que se hacen estructurales.

Y cuando se hace estructural, la violencia constituye la experiencia cotidiana de la gente, configurando sus concepciones y sus prácticas.

¿Significa que estamos condenados por nuestros miedos? No. Como todos nuestros sentimientos, podemos educarlos. No hablo de una educación intelectual, sino de una educación emocional que implica, además de la escuela, el entorno donde el individuo se socializa. Un niño no aprende a resolver situaciones problemáticas de manera pacífica si se cría en ambientes donde el primer mecanismo para las soluciones es la violencia.

Pero nuestras políticas educativas no toman en cuenta de modo serio el desarrollo de las destrezas emocionales. Se centran en las competencias necesarias para el mercado, como si el fin de la vida fuera vivir para competir y no educarse para el bien vivir.