He escrito de este tema anteriormente, de cómo se repiten en la familia las violencias vividas y la manera en que padres y madres condenan a sus hijos e hijas a través de sus historias y temas no resueltos, a repetir estas violencias en niveles más fuertes y con mayor cronicidad.
La frecuencia con que se presentan algunos temas en consulta me obliga a escribir. Primero porque es un termómetro que me dice cómo andan fuera de allí las situaciones en las familias y luego por la responsabilidad auto impuesta de llevar educación por todas las vías posibles, a través de la diversidad de trabajos que hago.
Ya desde 1987 Urie Bronfenbrenner con su Modelo Ecológico, amplió la mirada de los profesionales de la conducta para entender esta problemática más allá del modelo médico y psicológico. Este enfoque permitió dar una explicación de la violencia en todas sus manifestaciones, no como episodios puntuales que les ocurren a las personas, sino como historias de violencias sociales, comunitarias, familiares y como ciudadanos de un país y del mundo que viven las personas. Por tratarse de una conducta aprendida se va modelando y multiplicando en cada uno de estos contextos. La familia es receptora de todas las violencias mayores que ocurren en los sistemas más amplios por encima de ella y a su vez replica en cada uno de sus miembros estas historias de violencia vividas por los adultos a cargo.
Recibí a una joven madre de poco más de cuarenta años cuya violencia vivida con su madre no le permitió identificar la violencia ejercida por su pareja desde muy temprano en la relación. Sin ser consciente de ello siendo muy jovencita, antes de la mayoría de edad, salió “despavorida” de la casa materna para caer en los brazos de un agresor igual o peor que su madre.
Por muchos años no lo ha visto y apenas ahora empieza a entenderlo, muy poquito a poco a través de la conducta de su hija adolescente. Las lealtades familiares obligan a las personas a afrontar los temas que no se atreven a mirar y a veces de la manera más dolorosa que es a través de los hijos y las hijas. Esta madre para poder verse a ella misma, tuvo que mirar a su propia hija vivir violencia en una intensidad multiplicada por los años de negación de la vivida con su madre y con su pareja.
Cuando llega a consulta la preocupación de la señora es la hija adolescente que presenta una conducta extrema y siente que se le terminaron los recursos para manejarla. Relata con lujo de detalles cada escapada, pelea, gritos y rebeldía de la hija. Con paciencia escucho su relato y luego exploro violencia en la pareja ya que estas conductas tan llamativas tienen un olor característico que no pasa desapercibido para el olfato de los terapeutas entrenados en la materia.
A nivel inconsciente esta hija sencillamente le está sirviendo de espejo a la madre para que ante la incapacidad de mirar la violencia que vive con su esposo, la mire a ella y logre captar su mensaje. Es como si la hija con su conducta dijera “Basta ya”, “No aguantes más”, “Te amo tanto que me expongo hasta el extremo para que te veas”.
Por supuesto que este es un lenguaje no dicho en palabras y que solo por el desarrollo de la conciencia y la posibilidad de comenzar a mirarse empieza a ser traducido en el lenguaje del amor y la autoestima. Un lenguaje que pone límites, mira de frente y exige respeto. Que no tiene miedo a perder lo material pues permite recuperar lo más valioso que es la propia persona. Luego de esto cualquier dolor se recompone, la vida se reinventa y los amores se renuevan.
De manera que el mayor amor que padres y madres pueden entregarle a sus hijos e hijas es la posibilidad de comenzar a crecer, mirarse con unos ojos más reales y dignos que les permitirán afrontar los dolores vividos en sus historias para que sus amados descendientes no tengan que vivirlos, multiplicados por los años en que no han sido reconocidos en su propia piel.