“La forma de sanar la sociedad de la violencia y de la falta de amor es reemplazar la pirámide de dominación con el círculo de la igualdad y el respeto” –Manitonquat (Francis Talbot).

Todos los días ocurren violentas agresiones físicas y asesinatos de gente inocente. En particular, preocupa el ensañamiento exacerbado contra mujeres y niños inocentes. Estamos ante una cotidianidad progresivamente violenta y trágica. Nos consolamos diciendo que no somos la excepción ni lo peor ya que, en el caso de la mujer,  600 millones viven en naciones donde la violencia sexual no es un delito, al mismo tiempo que los países donde ella está penalizada muestran cifras muy “competitivas” con las de los primeros. Sin ir muy lejos, en el vecino Haití las agresiones y violaciones  generalizadas son alarmantes: allí el 60% de los incestos son protagonizados por padres y abuelos, esto es: de cada 10 varones haitianos, 6 violan de manera habitual a sus propias hijas o nietas. 

Guardando la distancia, los países de más alto desarrollo no se quedan atrás, como es el caso de los Estados Unidos, en el que 15% de sus mujeres declara que en algún momento de sus vidas fueron violadas. En todo el globo, las mujeres violentadas sexualmente componen el 30%, siendo África subsahariana central “líder” con un 65% en el conjunto completo.

Estas cifras parecen indicarnos que la violencia contra la mujer es un fenómeno global que está llamando la atención de todo tipo de estudiosos y especialistas.

Algunos sostienen tesis indignantes, como aquella del antropólogo Craig Palmer que afirma que la violación es una adaptación evolutiva que permite a los hombres transmitir más sus genes. Habría que preguntar si no hay otras formas de transmisión legal y si las violaciones no dejan como herencia nefasta toda una secuela de víctimas fatales o de laceraciones psicológicas cuya sola mitigación requiere años de tratamiento especializado.

La joven profesora e ilustradora española Laura Luelmo, agredida sexualmente y asesinada la pasada semana por Eduardo Montoya, un sujeto del que la sociedad no podía esperar otra cosa que no fuera el crimen.

Habría que preguntarle dónde entran en su inmoral teoría las violaciones de niños, el sometimiento sexual pedófilo de infantes y los mismos abusos sexuales de que son víctimas los hombres adultos.

Conforme con la OMS la violencia sexual no predomina en las naciones donde los hombres superan a las mujeres en número. Tampoco se asocia con actitudes sexuales más liberales o conductas sexuales reprimidas de los hombres. Esta organización pone el acento en los índices de violencia general: las sociedades con mayor propensión a las violaciones -y a la violencia contra la mujer en general- son las comunidades más violentas del mundo.

Sin duda, detrás del fenómeno están presentes el ausentismo paterno o materno, el predominio de estereotipos que reivindican la supremacía machista y el maltrato físico y vejación moral como “derecho”, el resurgimiento de la mujer como un ente productivo con pretensiones legítimas de ejercer el derecho a voz, voto y veto en la familia y en la sociedad, la desintegración temprana del núcleo familiar y el descrédito de las instituciones religiosas paradigmáticas.

La violencia en general y la violencia contra la mujer en particular parecen encarnar un complejo fenómeno de profundas raíces socioeconómicas, políticas y hasta culturales. ¿Cuáles factores determinan que unas sociedades sean más violentas que otras?

Los profundos y crecientes niveles de desigualdad alimentan el crimen en todas sus formas. Las desigualdades están a la vista, especialmente a nivel global: 85 megamagnates del mundo acumulan una riqueza equivalente a la de los 3,500 millones de personas más pobres. Esta impactante realidad se descubre, con mayor o menor grado de recrudecimiento, al interior de cada país.

La alta concentración de la riqueza va acompañada de una dinámica de control y literal apropiación por parte de los más ricos del poder político. De acuerdo con Alex Prats, colaborador de El País, “son abundantes los casos de países en los que los gobiernos no gobiernan para la mayoría, sino para favorecer a la élite de la que forman parte. Las políticas adoptadas por muchos gobiernos, en el norte y en el sur, abocan a millones de personas a vivir en una situación de pobreza perpetua”.

De este modo, la desigualdad aparece orgánicamente vinculada con la modalidad legitimada por todos nosotros de conducción política.

A nuestro juicio, en este contexto de fuerza motriz “invisible” (privatización de los procesos de adopción e instrumentación de políticas) subyacen y se retroalimentan las causas de los enormes niveles de contrastes y asimetrías socioeconómicas y de formación que vemos en los países más violentos:  regímenes fiscales injustos; corrupción privada y pública; flujo creciente de capitales subterráneos; gasto público irracional; inversiones concentradas en determinados polos de desarrollo; retórico y deficiente acceso a los recursos, información, conocimiento y tecnología; impunidad y manipulación del sistema judicial y ausencia de ordenamiento y planificación territorial, entre muchos otros factores.

Cuando apuntamos desapasionadamente a  esas realidades respondemos a la siguiente pregunta: ¿por qué unas sociedades terminan siendo muy disciplinadas, institucionalmente fuertes y respetadas, económicamente robustas y socialmente cohesionadas, y otras acaban en el caos, la pobreza, el irrespeto y la burla de toda ley y autoridad?

El desafío es atacar responsablemente esas causas motrices de la desigualdad y, por tanto, de la violencia en general, especialmente de una de sus modalidades más repugnantes: los abusos físicos y asesinatos de mujeres.