Consideremos algunas de las razones por las que la violencia de género, a pesar de ser el delito más denunciado en el país, a pesar de los cientos de feminicidios cada año, no es vista como una crisis nacional merecedora de atención prioritaria por parte de las autoridades y de la sociedad en sentido general. Una primera razón es que seguimos normalizando la violencia masculina, que para muchos es parte de la naturaleza humana y por tanto imposible de erradicar. Esto impide que la violencia de género se entienda como un problema social, de derechos humanos, de calidad de ciudadanía –sujeta por tanto a políticas públicas- y no como un simple “asunto de mujeres”.
Recordemos que los derechos humanos fueron originalmente formulados por y para los hombres, en una época en que las mujeres ni siquiera eran ciudadanas sino que, al igual que los niños, eran social y jurídicamente dependientes de sus padres y esposos. Como sólo los hombres se consideraban sujetos sociales portadores de derechos, las primeras generaciones de derechos civiles y políticos se centraron en ámbitos que eran relevantes para los varones, como la política o el trabajo remunerado (v.g., el sufragio, la libertad de expresión y asociación, los derechos de propiedad, el debido proceso y el hábeas corpus, los derechos laborales, etc.).
Por eso, durante casi dos siglos el objetivo prioritario de los movimientos feministas fue justamente lograr el acceso de las mujeres al ejercicio paritario de estos derechos originalmente concebidos como masculinos. Pero hay derechos a los que no se puede simplemente “agregar” a las mujeres porque se refieren a situaciones que son específicas a la condición femenina, situaciones que durante mucho tiempo no fueron pensadas en términos de derechos, como son las vinculadas a la sexualidad, a la reproducción y a la violencia de género. Aunque hace ya tiempo se habla del derecho a una vida libre de violencia o del derecho a la planificación familiar, por ejemplo, por lo general éstos no se ubican en la misma categoría que los Derechos Humanos Universales sino que, a lo sumo, se ven como derechos particulares de las mujeres, una categoría obviamente inferior, desprovista de la dimensión de universalidad que en las sociedades patriarcales solo se otorga a los hombres y a los asuntos masculinos.
Otro factor a tomar en cuenta es que en nuestro país los tomadores de decisión siguen siendo mayormente hombres, lo que significa que nunca han tenido que enfrentar las vulnerabilidades de vivir en un cuerpo que el imaginario social sigue construyendo como un espacio que otros pueden dominar o utilizar a su gusto, sobre el cual otros tienen derecho a decidir. Como nunca han sufrido el acoso callejero no entienden cómo éste viola el derecho de las niñas y las mujeres a caminar por la calle sin tener que aguantar al ejército de babosos que se creen con derecho a opinar sobre su apariencia (“¡Mamacita, tú si ‘ta buuuenaa!” “¿Y tó eso es tuyo? Dame un chin…”, etc., etc. hasta la náusea). Nunca han tenido que recibir propuestas o toqueteos indeseados de su jefe, su profesor o su psiquiatra; al montarse en una guagua o un vagón de Metro atestado de gente no han tenido que sufrir el pene erecto que se frota contra sus nalgas; no han tenido que estar pendientes todos los días de su vida de si la ropa que se van a poner es “provocativa”, de si se montan o no en ese carro público donde solo van hombres, de si su acompañante en la discoteca le va a echar una tableta de Rohypnol a su trago mientras va al baño, de si el ladrón que se metió en su casa aparte de robarle también la va a violar.
En otras palabras, los tomadores de decisión no han vivido en carne propia el asedio constante, la necesidad de vigilancia permanente, la amenaza omnipresente de violencia masculina que forma parte de la experiencia vital femenina desde la infancia, y que no sólo limita las libertades, las actividades y los desplazamientos de las mujeres –o sea, su ejercicio ciudadano- sino que también mina su autoestima, su seguridad personal y su integridad emocional.
Por eso a muchos hombres les resulta difícil entender la diferencia entre enamorar a una mujer y acosarla, y otros tantos se ofenden cuando ella no se muestra halagada con sus “atenciones” o sus “piropos”. Por eso tantos están convencidos de que las mujeres provocan las agresiones físicas o sexuales de los hombres, o en todo caso las exageran. Y sino, por qué continúan viviendo con los maridos golpeadores, se preguntan, por qué se ponen esas minifaldas y esos escotes. Cómo es que esa chica violada en la fiesta se pasó de tragos, nos dicen, sabiendo el peligro a que eso la iba a exponer.
El hecho de que los cuerpos, la sexualidad y la descendencia de las mujeres hayan sido históricamente propiedad del hombre –y todavía en nuestro país estén sujetas a tutela masculina- le agrega un complicación adicional a la lucha por el reconocimiento de los derechos de las mujeres como merecedores de la misma consideración, respeto y garantías que los derechos “universales” (léase, los que fueron pensados inicialmente en clave masculina).
Quizás por eso a tanta gente le resulta difícil entender la relación directa que existe entre la violencia de género y los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres. El legislador que te niega el derecho al aborto, la iglesia que te condena por usar anticonceptivos, la botica popular que se niega a venderte la píldora, el ginecólogo que no te liga las trompas sin la autorización de tu marido, están todos ejerciendo control indebido sobre tu persona, están en efecto usurpando tu derecho a decidir sobre tu propio cuerpo –una violación a la libertad individual que resulta impensable si se tratara de un cuerpo masculino-.
Y esa pretensión de control, esa convicción incuestionada de su derecho a decidir por ti, proviene exactamente de la misma matriz cultural, de la misma ideología patriarcal que impulsa al acosador a seguir “enamorando” a la mujer que ya lo ha rechazado o que lleva al feminicida a asesinar a la ex esposa que se niega a reconciliarse con él, por aquello de que “es mía o de nadie”. En última instancia y aunque no se diga en voz alta, en nuestro país el control del cuerpo, la sexualidad y la reproducción de las mujeres –es decir, de sus vidas- sigue siendo una prerrogativa masculina y por tanto un privilegio al que resulta muy difícil renunciar, sobre todo cuando la ley, la costumbre y la religión te dan la razón.
Son estos los argumentos que no deben perder de vista aquellos post-modernos convencidos de que, en lo fundamental, las mujeres ya consiguieron la igualdad, lo que convierte al feminismo es un anacronismo de mujeres quejosas con complejo de víctima, estancadas en épocas ya superadas. El mito del post-feminismo seguirá siendo una mentira cruel mientras los estudios internacionales sigan encontrando que una de cada tres mujeres es violada a lo largo de su vida, mientras persista la expectativa de que son las mujeres las que deben cuidarse de las agresiones (en algunos casos, las que deben “darse a respetar”), mientras se asuma como cosa normal que las mujeres vivan en un estado de alerta perpetua ante la amenaza de violencia masculina.
No se puede hablar de post-feminismo hasta tanto no lleguemos al post-machismo, una meta que, en la República Dominicana al menos, todavía luce dolorosamente distante.