El video, que alcanzó varios miles de réplicas en la redes sociales, mostrando a un joven estudiante de dieciocho años golpeando y agrediendo con saña a una alumna de solo quince en plena aula, ha traído de nuevo a la actualidad el clima de violencia que impera en el sistema escolar. Una situación que viene dándose desde mucho antes y que se ha ido acentuando en el tiempo.
La responsabilidad del agresor está más allá de toda duda. Tanto el video como el testimonio de la maestra, también subido a las redes, afirmando que no hubo provocación por parte de la víctima, lo prueba de manera concluyente. La sanción que corresponde en este caso no es solo en el plano escolar, sino de carácter penal, tal como reclama la familia de la joven golpeada.
A todas luces que el comportamiento del agresor es evidencia de un temperamento violento que requiere de un intenso trabajo profesional de corrección conductual, el cual necesariamente tiene que formar parte de la sanción que se le imponga. De la eficacia del mismo y no del castigo en si, dependerá que no termine convertido en un ser peligrosamente antisocial.
El problema de la violencia en el sistema escolar como señalamos antes, no es nuevo. ¿Acaso olvidamos las veces que alumnos han sido sorprendidos llevando en sus mochilas cuchillos, navajas, puñales e, inclusive, en más de un caso, un arma de fuego? ¿No son frecuentes, por no decir constantes, las peleas de los alumnos dentro y fuera de las aulas, alentadas por un coro nutrido de sus compañeros y a veces en presencia de los propios maestros?
Las causas son diversas. Lo son de las fallas de nuestro sistema escolar, donde es todavía largo y escabroso el camino a recorrer para alcanzar el logro de una educación de calidad, que necesariamente debe incluir la adaptación a las normas de convivencia social. Pero también de las crecientes llagas que infectan nuestro cada vez más enfermo cuerpo social.
De la indisciplina que reina en las aulas.
De la pérdida de autoridad por parte de los profesores.
De la resistencia de estos a reprender y sancionar a los alumnos en falta por temor a ser insultados, acusados y hasta agredidos por padres permisivos e irresponsables.
Del accionar de pandillas juveniles en los entornos y a veces dentro de los mismos recintos escolares, carentes de medidas de protección.
De los abusos sexuales, forma repugnante de violencia, por parte de algunos profesores, a cambio de “maquillar” las notas de alumnas –y hasta alumnos- con bajo nivel de rendimiento.
De la debilidad e inoperancia de muchas asociaciones de padres y madres, que solo existen de nombre.
De la misma indiferencia de los padres por el comportamiento escolar y social de sus hijos, o peor aún, por la de aquellos que le predican y los forman en la enfermiza cultura de “la ley de la selva”.
De la violencia intrafamiliar presente en más del sesenta por ciento de los hogares dominicanos, muchos de los cuales no pasan de ser una grotesca caricatura.
De la creciente violencia social que supera con mucho a la criminal, que con mucho menos despliegue mediático no origina el mismo impacto psicológico en la mayoría de los ciudadanos, los cuales se alarman por la última, mientras se muestran indiferentes a las más numerosas manifestaciones de la primera que han pasado a formar parte del día a día.
De la progresiva ausencia de valores en el seno de nuestra sociedad.
Del ejemplo-demostración que proyectan la corrupción generalizada, la impunidad y el deterioro creciente de las instituciones, hasta convertirse en un patrón de comportamiento social, sobre todo para la juventud.
En suma, lo ocurrido en esa modesta aula de Bayaguana que motiva este comentario, no puede interpretarse como una expresión aislada de una inconducta escolar y social que se repite a nivel nacional. Es el reflejo de un sistema de enseñanza con muchas deficiencias, pero sobre todo de una sociedad en descomposición, cada vez más enferma, vulnerable y permisiva, que pide a gritos ser rescatada antes de caer en total bancarrota moral.