El nuevo acercamiento a la problemática del mal y la violencia Ricoeur lo condensa, desde Sí mismo como otro, en lo que él denomina sabiduría práctica que no es más que la convicción que anima el juicio moral en situación. Recordemos que con Sí mismo como otro, termina la segunda etapa reflexiva de Ricoeur y que los textos posteriores (La lucha por el Reconocimiento, La memoria, el Olvido entre otros) seguirán la pequeña ética forjada en este texto fundamental.

La apertura reflexiva de Ricoeur desde el enigma del mal al problema de la violencia en la comunidad política se da al situar el conflicto como elemento clave de la vida moral, primero, y después como elemento originario y originante de la comunidad política. En Sí mismo como otro, Ricoeur explícitamente rechaza formular una práctica política, pero muy a pesar suyo los temas abordados lo lanzan inevitablemente a formular lo que he llamado la “pequeña política” ricoeuriana.

Esta pequeña política distingue entre la obligación moral y la obligación política. La solución al problema del mal sería objeto de una obligación moral. El mal realizado y padecido por alguien, por otro, me demanda una respuesta desde la moral en situación. Ahora bien, los problemas emanados desde la comunidad política, el ejercicio del poder en instituciones que no son justas y no trabajan para la equidad en los miembros de la comunidad política demandan una acción de carácter político, una obligación política.

La gran pregunta es si estas dos obligaciones se conectan o se distinguen de tal modo que una no incide en la otra. De igual modo, la pregunta es si hay continuidad reflexiva entre la ética y la política. Si se quiere, así como hay en Ricoeur una hermenéutica reflexiva, una hermenéutica de la acción, una hermenéutica del texto, una hermenéutica ontológica, ¿habrá también una hermenéutica política centrada en el concepto de violencia como fenómeno político? Creo que responder de forma rigurosa a esta cuestión escapa a los límites de esta columna de opinión; pero sostengamos lo siguiente:

La dupla poder y dominación son los portadores de violencia dentro de la comunidad política. Ricoeur está muy apegado a la visión de Max Weber de que el Estado se define por el ejercicio legítimo de la violencia y la teoría contractual de Thomas Hobbes que sustenta el todos contra todos como fuente originaria del contrato social.  Ahora, queda claro en nuestro autor que la sabiduría política no se superpone a la sabiduría práctica, sino que la mediatiza en el ámbito de la colectividad y de la justicia como equidad. En este sentido, la solicitud que embarga el compromiso moral se convierte en una lucha constante, de ahí el conflicto permanente y vigilante, por la conservación de la autoridad legítima. Es que, para el propio Ricoeur, esta autoridad legítima tiene la obligación de hacerse cada vez más racional a pesar de las enormes fuerzas de irracionalidad que la impregnan.

Conclusión:

Si la fuerza es la violencia legítima que posee el Estado para la preservación del pacto social instituido originariamente, está claro que el ejercicio del poder tiene emparejado la irracionalidad de la violencia legítima. En las decisiones políticas, en el ejercicio del poder se expresa también el deseo de infringir un mal sobre el otro, allí también se anida la voluntad malvada de hacer daño. Ahora bien, esta voluntad malvada, tanto como origen y consecuencia trágica de la acción y de las decisiones políticas, se instituye como sistema estructurante de relaciones dentro de la comunidad política. De ahí que estemos obligados a plantear una violencia sistémica e instituida en la medida en que las mediaciones institucionales para la vida buena no son ellas mismas justas; sino que solo son generadoras sistemáticas de inequidad. Algo que Ricoeur pasa por alto en su reflexión práctica.

Mi planteamiento a partir de Ricoeur es que bien queramos hablar del mal como cuestión personal o bien de la violencia como una cuestión social y política estamos delante del fenómeno de la voluntad malvada. En una las consecuencias trágicas de la acción individual se padecen individualmente, en otra, las consecuencias trágicas de la acción pública se padecen colectivamente y, en ambas, la sistematización de la violencia estructurada es posible.

La mirada descolonizadora: en América Latina y, en especial en nuestra historia, se nos ha impuesto sistemáticamente unas relaciones de poder y un ejercicio de la fuerza o violencia legítima que han sido deshumanizadoras y que han imposibilitado el libre desarrollo de las capacidades humanas de determinados grupos humanos en provecho sistemático de otros grupos minoritarios. Estos modos de proceder en las relaciones políticas e institucionales han obstaculizado gravemente la lucha por una sociedad más justa, con mayor equidad en la repartición de las riquezas producidas. No resulta suficiente enarbolar un ideal de vida buena con los demás en instituciones justas; sino que hay que reeducar la forma del ejercicio del poder hacia relaciones más horizontales e igualmente hay que reeducar la conformación cultural del ejercicio de este poder a través de acciones concretas no solo hacia la justicia social, que es una urgencia, sino también, hacia la memoria de los olvidados de la tierra, los invisibilizados e invisibilizadas sistemáticamente de la memoria histórica. El perdón no debe sustentarse en un olvido y en una gracia teológica, sino que, precisamente por el imposible olvido, la memoria histórica debe restablecer originariamente el verdadero lugar de los olvidados y las desmemoriadas culpas de los privilegiados.