“Lupus est homo homini”  Plauto

Hay momentos en los que la realidad arroja ante nuestros ojos un hecho  insoportablemente violento. Un hecho tan absurdo y descabellado, por la arrogante maldad que encierra, que nos conmociona profundamente. A veces se producen actos despreciables, sin sentido alguno, que nos golpean con tal fuerza que logran que se tambalee todo cuanto nos constituye. Thomas Hobbes contemplaba la violencia como una consecuencia de la propia naturaleza humana, en la que adquiere preponderancia la ley del más fuerte, de ahí que reformulara la antigua sentencia de Plauto: “El hombre es un lobo para el hombre”. Sin embargo al mismo tiempo planteaba un escenario completamente distinto, en el que el hombre puede llegar a ser un dios para el hombre si se atiene a la prudencia y la razón y es capaz de pactar un  gobierno justo al que todos los ciudadanos plieguen su voluntad acatando sus normas. Rousseau, por el contrario, consideraba que la violencia no era consustancial al hombre sino el resultado del fracaso de la civilización. Los hombres en su estado natural, afirmaba, no tienen vicios ni virtudes y se sienten "más inclinados a preservarse del daño que podían recibir que a pensar en el que podían infligir”   En esta misma idea de derrota insistirá Jean Paul Sartre con sus palabras “La violencia, sea cual sea la forma en que se manifieste, es un fracaso”  y sinceramente no puedo estar más de acuerdo con él.

 

Hasta ahora ninguna disciplina bajo la que se ha estudiado la cuestión, y han sido muchas las que lo intentaron,  parece haber dado con una respuesta satisfactoria y que arroje luz al gran interrogante que se plantea en torno al ser humano.  ¿Es éste portador en sí mismo de la violencia como respuesta ante diferentes estímulos o es más bien fruto de un contexto que le educa en contravalores y no le ofrece alternativa distinta? ¿Es la agresividad contraria o está implícita en la naturaleza del hombre?  “Una ojeada a la Historia de la Humanidad –dice Sigmund Freud-, nos muestra una serie ininterrumpida de conflictos entre una comunidad y otra u otras, entre conglomerados mayores o menores, entre ciudades, comarcas, tribus, pueblos, Estados; conflictos que casi invariablemente fueron decididos por el cotejo bélico de las respectivas fuerzas (…) Al principio, en la pequeña horda humana, la mayor fuerza muscular era la que decidía a quién debía pertenecer alguna cosa o la voluntad de qué debía llevarse a cabo. Al poco tiempo la fuerza muscular fue reforzada y sustituida por el empleo de herramientas: triunfó aquél que poseía las mejores armas o que sabía emplearlas con mayor habilidad. Con la adopción de las armas, la superioridad intelectual ya comienza a ocupar la plaza de la fuerza muscular bruta, pero el objetivo final de la lucha sigue siendo el mismo: por el daño que se le inflige o por la aniquilación de sus fuerzas, una de las partes contendientes ha de ser obligada a abandonar sus pretensiones o su oposición” (Freud, S., 1972, pp. 3.208-9). Frente a esta lucha por la supervivencia, que es evidente está ahí desde el principio de los tiempos, el ser humano ha sido y es a la vez capaz de llevar a cabo grandes gestas, de mostrarse altruista y desinteresado aun a costa de su bienestar, de manifestar empatía hacia los otros, de ser generoso con los bienes que le pertenecen, justo en sus acciones y abanderado en la lucha en pos del bien común. Y me pregunto -pese a todo ello- en qué términos se debe interpretar toda acción encaminada a provocar el mayor dolor posible, hasta segar la vida de quien no se conoce. Nada justifica la violencia en estado puro y tan solo alimentada de violencia misma.

 

¿Qué puede guiar a unos despreciables asesinos a golpear, una y otra vez hasta la muerte, a un joven sin que medie disputa ni acto de ofensa, como ocurrió el pasado fin de semana en Galicia? En los últimos tiempos se han producido en España una serie de hechos, que sólo pueden ser calificados de execrables y que ponen en duda muchas de las cosas en las que hemos creído hasta ahora. Creímos haber dado pasos de gigante en favor de la mujer, pero seguimos muriendo a manos de los hombres o violadas en manada, mientras ciertos grupos minimizan su importancia. Creímos ser referente en convivencia sin importarnos a quien amaba el prójimo, pero suceden cada vez con más frecuencia ataques de carácter homófobo y graves ofensas hacia la comunidad LGTBI. Cualquier reivindicación en la calle acaba por convertirse en campo de batalla, con asaltos que solo buscan destrozar todo a su paso. El bulling sigue siendo la cruz de cada día para algunos de nuestros alumnos y alumnas. La agresión al diferente, el racismo y la xenofobia comienzan a imponerse en algunos lugares como siniestra diversión de fin de semana para sujetos tarados llenos de drogas y alcohol.

 

Algo estamos haciendo francamente mal.  Hemos sido capaces de gestar una sociedad muy enferma cuando en su seno admitimos individuos capaces de mostrar un comportamiento depredador; seres dispuestos a infligir daño solo por el placer de causarlo y de someter a las más terribles humillaciones a sus congéneres hasta desposeerles de toda dignidad  La nueva modalidad que se extiende como la pólvora es la agresión en grupo, algo hasta hace poco tiempo prácticamente desconocido en este país. Los delitos grupales cobran cada vez un mayor protagonismo en los medios de comunicación y se producen con una característica también nueva, cada vez es mayor el número de participantes en el acto delictivo. Si bien inicialmente una o dos personas podían seguir a un líder fuerte que iniciara una pelea, ahora la respuesta es masiva e inmediata, como si de una sola voluntad se tratara. Es como si existiera en todo ello una perversa coreografía perfectamente ensayada. Nada parece casual, salvo tal vez la elección de la víctima. El concepto de pandilla de perfil pendenciero, habituales en reyertas y conflictos con otros grupos por el poder territorial, ha sido sobradamente estudiado en diferentes latitudes del globo; pero no se tienen demasiadas referencias de este nuevo modo de obrar, ni tampoco del porqué personas, que aparentemente muestran un perfil más o menos normal en su vida cotidiana, pueden devenir en auténticos delincuentes capaces de las mayores atrocidades en manada.

 

Hay y eso si lo conocemos, ciertas características comunes en muchos de ellos.  Son jóvenes, con una media de edad en torno a los veinte años, procedentes de un entorno familiar y social que no presenta graves desajustes ni problemática previa. Se observa por otro lado, en estos grupos familiares, una tendencia -casi invariable- a ejercer un escaso control y una clara  ausencia de normas hacia sus hijos desde la infancia. Muchos,  aun adolescentes, acostumbrados a obtener desde niños lo que desean y a la inmediatez de la recompensa alcanzada sin el menor esfuerzo. Menores  que utilizan la estrategia del hartazgo para manipular a unos padres pocos dispuestos a asumir el reto de imponer límites Son sujetos, en general, con un deficiente autocontrol sobre sí mismos, débiles e inestables emocionalmente, que arrastran un descontento que no saben canalizar salvo a través de la acción violenta. La fuerza que emana del grupo da sentido a una existencia que, por lo general, carece de objetivos fuera de la inmediatez del momento que viven. Son chicos y chicas (aunque el porcentaje de estas es significativamente menor) que han crecido en un mundo que les propone un modelo de vida ferozmente hedonista. Un modelo que elude todo compromiso social, que no contempla la empatía como valor, que rechaza cualquier esfuerzo, dado que existen alternativas mucho más rápidas para alcanzar un fin. Son jóvenes que establecen  el primer contacto en su camino hacia la edad adulta  preocupados tan solo en la búsqueda del placer, la obtención fácil de dinero y un consumismo feroz y obtuso que pide poco a cambio.

 

El nuevo formato de pandilla, ofrece al miembro “identidad, protección y cohesión y obtiene de ello determinadas consecuencias que él y el grupo valoran como positivas (…) que legitiman el uso de   la violencia para la obtención de dichas consecuencias”. (Ángela Serrano) Pese a que desde fuera no pueda encontrarse la menor justificación a sus actos, los miembros del grupo dan respuesta a sus propias normas y al hacerlo la responsabilidad individual se diluye para pasar a ser colectiva y contemplada como tal por ellos. No se asume un protagonismo ni un liderazgo si no es compartido. Es el propio grupo y la adecuación a los códigos y normas que se imponen a sí mismos, quien les exonera de cualquier atisbo de culpa. Si el grupo considera que está bien es que debe llevarse a cabo. No hay cuestionamiento sino fe ciega. Eso les permite embarcarse en acciones brutales que como seres individuales posiblemente jamás aceptarían. Y me pregunto de nuevo ¿Cómo se llega a perder todo sentido de responsabilidad individual y ceder terreno al colectivo? ¿Que hay más allá de la unión de voluntades que impulsa, ampara y da cobertura a la violencia? Tal vez, si centráramos la atención en sus acciones y hacia quién van dirigidas, lograríamos  una lectura acertada y entre líneas de las fuentes en las que alivian su sed. En cualquier caso creo que actos de este tipo deben de ser contestados por la sociedad con un rechazo rotundo y sin fisuras, pues de lo contrario, encenderemos una mecha difícil de apagar. Y está ocurriendo. Para desgracia de todos, la discrepancia y el oportunismo político buscan obtener tajada. También ante una muerte brutalmente injusta.

“Ante las atrocidades tenemos que tomar partido. El silencio estimula al verdugo”. Alie Wiesel