Juro que nunca, nunca, tuve intención de ser una "pesada" de las letras. Yo escribía aún antes de poder tocar papel. Inventaba vidas y sueños desde que tuve oportunidad; mis días vivían en remojo y luego los tendía al sol, a que se calentaran con rayos de esos que se van en la mañana y aparecen en la noche.  No soñé con maldades, solo sabía ver bondad en las cosas, y cuando no las encontraba, me hacía la loca y las inventaba. Pero vino un abril de 1984 y escuchaba los rumores de mi pueblo. Yo era una chava bien boba para unas cosas y muy precoz para otras.

Me vi corriendo desde el colmado de Antonio -que vivía repleto de gente haciendo turno y vociferando por víveres, pollo fresco y salami- hacia mi casa. Mis canillas, raudas y veloces, saltaban de dos en dos los escalones, hasta llegar al tercer piso del palomar -como solía llamarle mi papá al edificio donde vivíamos. Me iba “juyendo” como “la hon’der diablo”, porque Salvador iba a hablar. A mis amiguitos les importaba un fifí –no pregunten qué es eso, por favor- que el presidente hablara o no; quizá ni sabían quién era Jorge Blanco. Pero para mí era muy importante. No sé de qué caray está hecha el alma de una niña de siete años para que le importe tanto el destino de la gente del campo, qué tanto aumentaría el precio de un huevo, y cómo el pollo sería una carne cara para el pobre.

El país había hecho acuerdos con “el Fondo” y yo, que no tenía idea que en ese fondo de porquería todo el que se mete sale jodido y embarrado, quería escuchar a qué debía atenerse mi república. Los escándalos de corrupción estaban a la orden del día. La economía venía en franco declive desde 1981 y junto con las medidas impopulares impulsadas por el equipo económico oficial, el aumento del precio del petróleo y la correspondiente alza de precios de la canasta familiar, la gente estaba verdaderamente harta. Salvo que mi memoria me traicione, recuerdo con especial detalle mi sorpresa de que un huevo costara 16 centavos.

Yo vivía en una urbanización llamada Juan Pablo Duarte, en la Ave. Charles de Gaulle. Una que fue construida para maestros de escuelas públicas. Por tanto, no necesariamente era un barrio popular y no se sintió aquella revuelta social que se registró en muchos sectores populares de la capital y del interior del país. Según información obtenida, solo de enero a febrero la inflación registró números de un 700%, y un año antes de iniciarse la crisis como tal, ya se registraban denuncias y focos de protestas en todo el país por parte de movimientos de izquierda, entre otros.

Ese 23 de abril se inició el levantamiento popular. Bosch le llamaría “poblada”. Las principales emisoras daban cuenta de los disturbios ocurridos en el barrio Capotillo, luego Simón Bolívar, Cristo Rey, Gualey, Villa Juana, Villas Agrícolas.  Más luego siguió Los Mina –donde nací-, Los Alcarrizos, Herrera, Villa Duarte. Para la tarde, los eventos se replicaban en Santiago, La Vega, Baní, Puerto Plata, San Juan de la Maguana… Fueron tres días cruentos, de lucha y muerte. El gobierno dio órdenes expresas de contener a los civiles, como sea. Ese “como sea” implicaba romperle la madre a quien no se sometiera al orden.  De hecho, el propio presidente felicitó a Cuervo Gómez por el “trabajo” realizado.

Se habla de cientos de muertos, millones de pesos en daño material por destrucción a negocios y propiedad privada. Miles de detenidos y tropas del tipo élite tomando las calles. Las emergencias de los hospitales estaban atiborradas de heridos. La gente estaba humillada, iracunda, lastimada o muerta.

Hoy, abril es más recordado por sus flores de primavera que por sus muertos de lucha.

Y me pregunto por qué recuerdo estos eventos hoy. En plena puerta de octubre. Un octubre nuevecito que se estrena con aumento de peaje, nombramientos oficiales de amigos queridos, incremento en el precio del marbete. Pienso en abril del 84 porque hoy como ayer, nos pisotean y no nos respetan. Pienso en que somos dominicanos y dominicanos, unos menos y otros mas. En ese abril que no olvido, veo cómo el país quedó dividido, porque solo los más golpeados por esa política de shock, que con tan almidonada malicia aplicó el F.M.I. en nuestra América… solo ellos defendieron el país con sus vidas. Esos exclusivos lugares de la ciudad, habitados por personas de la clase alta y media alta ¿perdieron un hijo, un padre, una hermana? No lo sé. La prensa no recoge nada parecido.

Esa indiferencia, que tanto ha costado a este pueblo, se va diluyendo ahora que lo mucho se juntó con lo demasiado, y las clases se van mezclando unas con otras porque a todos nos está perjudicando seriamente esta pantomima de gobierno.

Ahora, entre todas las clases, tenemos una de microondas. Esa clase millonaria formada en apenas 20 años. ¡Qué notable! ¿No? Yo me pregunto dónde están las madres de esos hijos e hijas muertos en ese abril de mi memoria. ¿Estarán vivos? ¿Quién nos devolverá la vergüenza? ¿Tendremos el valor de buscarla por nuestros propios medios? ¿Nos faltan más abriles? Yo y mi mala costumbre de hacer preguntas incómodas.