La Constitución dominicana como marco regulador y fuente referencial de las leyes orgánicas y adjetivas en este Estado Democrático y de Derecho, juega o debería jugar un papel crucial en el desempeño de las autoridades que por designación de las normas, están llamadas a la protección efectiva y al cumplimiento estricto de la misma en  el marco de su desempeño ante la persona humana. Apena, que sean justamente los individuos e instituciones destinadas a velar por que esas prerrogativas no se transgredan, los primeros en vulnerar los derechos consagrados a favor de los ciudadanos en la ley de leyes.

Una vida, tiene sin importar que su portador sea o se presuma antisocial, un valor intangible e incalculable y debe ser respetada por encima de todo precepto estatutario. Esta no puede estar sujeta, a nada ni nadie que escape a la interpretación irrefutable que prevén en busca de su preservación, los postulados legales y jurídicos elevados en defensa de su inalienabilidad. Por ello,  estatuye la Constitución en su artículo 37, que: “El derecho a la vida es inviolable desde la concepción hasta la muerte. y, no podrá establecerse, pronunciarse ni aplicarse, en ningún caso, la pena de muerte”. 

La policía Nacional como instrumento de control social al servicio de la justicia y promotora del orden público, no tiene facultad para otra cosa que no sea, servir como órgano auxiliar del Poder Judicial para la persecución y detención de los presuntos infractores de la ley, cumpliendo con los requerimientos que para lo propio se le exige.

Sus límites están establecidos en su propia normativa, al esbozar que su misión es: “1) Proteger la vida, la integridad física y la seguridad de las personas; 3) Prevenir acciones delictivas, perseguirlas e investigarlas bajo la dirección del Ministerio Público”. No así, infringir en menoscabo de los derechos fundamentales, los postulados plasmados para salvaguarda del pueblo por el legislador.  Límites, obviados e inobservados por una patrulla policial en el asesinato de Rubén Darío Hipolite Martínez.

Ese crimen constituye apenas un eslabón en la cadena frecuente de una institución criminal, compuesta por delincuentes que se escudan en el uniforme para cometer delitos horrendos y abominables en el nombre de la supuesta paz social. Mostrando el acto, como la muestra evidente de la forma en que se han perdido cientos de vidas jóvenes procedentes de sectores marginados en los denominados intercambios de disparos, a manos de lacras amparadas en una autoridad realmente cuestionable.

El crimen, por las circunstancias acaecidas, reviste de la violación flagrante a la ley 136-03 De Protección Integral De Los Derechos De Las Niñas, Niños Y Adolescentes, pues en el lugar del hecho, se encontraban menores de edad, y según esta ley gozan del Principio De Prioridad Absoluta. Concepto legal que establece que: “el Estado y la sociedad deben asegurar, con prioridad absoluta, todos los derechos fundamentales de los niños, niñas y adolescentes.

En ese tenor, se advierte en sus literales  b) y  d) primero: la Primacía en recibir protección especial en cualquier circunstancia; y segundo: la Prevalencia de sus derechos ante una situación de conflicto con otros derechos e intereses legítimamente protegidos”. Situación que ignoraron los perpetradores de su vivienda al irrumpir de manera abrupta su espacio, no obstante el ruego incesante de su víctima mortal.

La presencia de los infantes, debió servir para que los esbirros atinaran a realizar un arresto legal en el que se les preservaran los derechos del apresado cumpliendo con el debido proceso de ley, y se respetara, como dicta el Código del Menor, el principio que estatuye el interés superior del niño. Actuando en forma adecuada y evitando traumas futuros producto de la desgracia que significa para un  menor de edad presenciar la partida trágica de un familiar. Y dejando en manos de la justicia el destino de un hombre que imploraba por piedad, consciente de que su corta y agitada vida pendía en manos de la policía.