Somos únicos, sólo que nunca

como nos imaginamos.

Kate Norton “El jardín olvidado”

Hay dos aclaraciones que se imponen cuando nos disponemos a reflexionar sobre estos dos temas tan sibilinos: el primero es que aunque la mayoría de las religiones consideran el ser humano y el mundo donde reside como entidades banales, despojados de importancia, no debemos nunca olvidar que fue necesario que el Dios todopoderoso –creador de cielos y tierras– se convirtiera en hombre y descendiera a este planeta para que su palabra fuese conocida, creída e interpretada.

Su metamorfosis en humano reveló que esta condición no era tan trivial como comúnmente sostienen los predicadores, sino todo lo contrario. Ignoro totalmente cuáles fueron los medios y recursos adoptados por el Omnipotente para que se admitiera su trascendental presencia antes de la aparición del hombre tal y como lo conocemos en la actualidad, que según las dataciones científicas establecidas es apenas 200,000 años aproximadamente.

Antes de nuestra aparición nada ni nadie –animales, plantas, volcanes, océanos, el aire, las nubes– podía dar testimonio de la existencia de un Dios, siendo imprescindible nuestro surgimiento para que se diera constancia a su presunta presencia celestial. Tampoco resulta muy convincente que nos creara a partir del lodo y de una costilla nuestra pareja, por ser indispensable su involución, su conversión en algo inferior, ya que el Génesis asegura que nos creó a su imagen y semejanza. Nos parece cierto lo contrario, o sea, que lo creamos según somos nosotros.

El segundo esclarecimiento es que como ustedes supondrán no soy deísta, niego la existencia de toda divinidad, a pesar de que con los años me he transformado en devoto de ciertas mundanidades al concederles el rango de divinidades. Soy partidario más bien del Agnosticismo al saber inaccesible, incomprensible al entendimiento humano cualquier interpretación de lo Absoluto, de lo metafísico, como lo sería un supuesto creador extraterrestre. La comprensión de la Santísima Trinidad y de la Inmaculada Concepción reclama un nivel de Fe del cual estoy huérfano.

Julio Vega Batlle en su novela “Anadel” le hace decir al personaje Madelaine algo que yo suscribiría; dice: “Me tiene sin cuidado creer o no creer en Dios porque tengo la convicción de que mi mente no está preparada para comprender la existencia y funcionamiento de un Ser Supremo creador y director del Universo. Es asunto de mucha capacidad mental y yo no la tengo, o tal vez es necesario que para tener fe se requiere una incapacidad mental casi absoluta, y ese tampoco es mi caso”.

Luego de estos posicionamientos y precisiones debo expresar, que cuando una mujer y un hombre se enamoran y se ayuntan sexualmente en lo último que piensan –sobre todo el hombre– es en la creación de una nueva vida que la fusión de sus células reproductoras dará origen o comienzo, aunque luego del embarazo y el día del alumbramiento los dos miembros de la pareja junto a sus familiares respectivos celebren el arribo de una nueva vida. Los amantes son su causa pero su aparición es una eventualidad¸ una contingencia, nada premeditado aunque sospechado.

Aunque algunas confesiones religiosas como el Budismo proclamen el Dogma de la Reencarnación, o sea, la encarnación de un alma en un nuevo cuerpo tras separarse por la muerte de otro, nadie que no sea víctima de un rapto místico o de un arrebato inexplicable racionalmente ha experimentado en su existencia la sensación de haber sido con anterioridad una geisha japonesa, un jenízaro otomano, una alumna de Vivaldi o un cocuyo de la cordillera.

Siempre recordaré a dos amigos de mi padre creyentes ambos del Esoterismo y la Metempsicosis –reencarnación del alma después de la muerte– llamados  Román Negrete y Agustín Montes de Oca, que al visitarle a finales de los años 50 en la ferretería de su propiedad en la avenida Valerio de Santiago, si avistaban una mujer con un empaque castrense y paso militar expresaban: esa fue guardia raso cuando Lilís o Món, y si era un obeso carnicero del Hospedaje sentenciaban que en la otra vida había sido cocinera de los Bermúdez o los Dumit.

Cada nueva vida y desde el momento de ser consciente de sí misma nunca podría sentirse como la repetición, la reedición dentro de un nuevo cuerpo de un espíritu ya desaparecido, porque eso sería aceptar primeramente que la llamada “alma” es algo disociable de la materia con la peculiaridad de existir o sobrevivir independientemente de ésta última, y segundo, que la Genética ha demostrado que el cariotipo de cada uno de nosotros –salvo en gemelos idénticos–, responsable de nuestros actos y funcionamientos son completamente diferentes.

Sea mediante el intercambio tradicional, la fertilización in vitro o haber tenido por alojamiento uterino el vientre de una mujer de alquiler –la denominada gestación subrogada– y no el de lo donadora de los óvulos, son las células germinales del hombre y la mujer las responsables, luego de su unificación embrionaria, de la brotación de una nueva vida en el mundo. Solo la inmaculada concepción –de naturaleza incomprensible– y el impenetrable misterio de la creación del hombre a partir del barro representan las excepciones a la regla.

Para no pocas personas la vida es un sueño como bien expresó el escritor español Francisco Quevedo. Para otros vivir es un estarse muriendo poco a poco. Hay por otro lado quienes afirman que la existencia es muy breve aunque se muera a los 100 años. Me parece que en atención a diversos motivos todos tienen razón, aunque a los incondicionales de Quevedo debo indicarles que lo inverso es también muy cierto, es decir, que los sueños vida son pues las ensoñaciones son evasiones que nos ayudan a vivir, y además como bien señalaba Marcel Proust, lo vivido nunca tiene la realidad de lo soñado.

Así como de forma no procurada, no solicitada, la vida se nos concede por la intermediación y acoplamiento de las células reproductoras masculinas y femeninas, de igual manera la misma tiene su término, su finalización, y aunque muchos anhelan tener un final heroico, que su existencia sea recordada por sus aportes a favor del bienestar de la colectividad, la verdad es que nada de lo vivido nos servirá cuando estemos clínicamente muertos. Al morir abandonamos el escenario per sécula seculorum, in nomine Patris, et Filil, et Spiritus Sancti.

La ocurrencia, la posibilidad que dormidos podamos soñar interactuando con personas ya fallecidas –familiares o no– ha cooperado a la generalización de la creencia de que los muertos siguen vivos pero habitando otros mundos, en otra dimensión. Esta onírica impresión es fuente de viejas y variadas supersticiones y piedra angular de muchas religiones al garantizar éstas la continuación de la existencia terrestre en celestiales paraísos con abundancia de leche y miel.

En relación a la muerte, no obstante las gozosas promesas post mortem, abrigamos oscuros temores, nos horroriza su inminencia, su certidumbre, aunque en definitiva lo peor no es justamente morir –hacen legión los que fallecen durmiendo, de un infarto fulminante, anestesiados en un quirófano o de agotamiento senil– sino presentir que al ingresar a esa especie de nirvana estaremos desprovistos de pensamientos, sensaciones y que la descomposición material y la noche perpetua serán nuestros eternos acompañantes.

Nunca olvido dos visitas muy peculiares que en el pasado hice en Europa. La primera a la iglesia del viejo hospital de la Santa Caridad en Sevilla, España, no lejos del Guadalquivir, donde en dos cuadros del pintor Valdés Leal titulados “In ictu oculi” –en un abrir y cerrar de ojos en español– y “Finis gloriae mundi” –el final de la gloria mundana en castellano–, el artista sevillano reproduce cadáveres medio descompuestos de obispos, caballeros y jefes militares así como un esqueleto triunfante pisoteando joyas, lujosas telas y coronas reales como demostración de que todos moriremos y que la muerte nos iguala a todos.

La segunda fue el macabro espectáculo que muestran las famosas catacumbas del convento de los Capuchinos en Palermo, Sicilia. En su interior hay miles de cuerpos convertidos en esqueletos, algunos ya momificados y los menos embalsamados, los cuales están vestidos, muchos de pie, otros sentados y otros colocados en urnas y ataúdes. La visión de conjunto es la de un lúgubre pudridero, un horrendo vertedero de despojos humanos que desalienta cualquier firmeza religiosa concerniente a una presunta vida corporal después de la muerte.

En vista de la naturaleza pasajera de toda existencia –aunque vivamos 100 años nos parece breve–, de las injusticias y arbitrariedades siempre padecidos y que resulta muy triste saber que una pestilente putrefacción o la conversión en humo y cenizas es nuestro lamentable acabamiento, desde tiempos inmemoriales las confesiones religiosas se han inventado como opción una supuesta vida de ultratumba donde según la vida llevada se otorgarán premios o castigos, y luego de un tiempo variable residiremos en una Jerusalén celeste según el Cristianismo.

Cómo puede ser que luego de una apestosa corrupción o una cremación que nos mineraliza por completo, nos presentemos con nuestra antigua imagen en un juicio donde debemos ocupar un espacio y declarar frente a un juez supremo que decidirá nuestro destino a perpetuidad, ya que sería disparatado creer en la inmortalidad de las almas sin un soporte material o corporal de las mismas. Que baje Dios, la virgen santísima o quien sea y me lo explique, como diría un ateo.

Cuantos beneficios les hubieran reportado a la Humanidad y sobretodo cuantas dudas se hubieran despejado o aclarado si la parte neotestamentaria de la Biblia canónica –he leído hasta los Evangelios Apócrifos– al momento de la resurrección de Lázaro la invitación de Jesús a éste no hubiera sido aquella de ¡Levántate y anda!, sino esta ¡Levántate y cuéntame!. O sea, que nos relatara qué había visto, hecho, oído o sentido mientras estuvo muerto, pues sería un testimonio irrebatible a favor del ultratumbismo.

La muerte es la finalización sin prórroga de toda vida consciente o no –incluyo animales, plantas y microorganismos– evento cuya ineludible ocurrencia no debería apesadumbrarnos, atribularnos, porque peor sería sobrevivir –viviendo 150 o 200 años– a nuestros valores formativos, a las ideas prevalecientes en nuestra juventud ya que en este caso sucedería la fatal circunstancia de uno convertirse en un anacronismo, en alguien que no comprende ni es comprendido por quienes los rodean y ser además considerados como un muerto al que se han olvidado de enterrarlo.

Me resulta penoso el póstumo encargo de algunos individuos en Norteamérica y Europa para la criogenización –conservación en frío– de sus cuerpos una vez fallecidos, esperando que los avances médicos y científicos permitan el tratamiento y curación del padecimiento causante de su muerte. Ignoran que si retornan de nuevo a la vida se encontrarían con una sociedad inexplicable para ellos –robotismo, inteligencia artificial, nanotecnología, etc– y tampoco ellos serían entendidos, tal y como le sucedería si reviviera en la actualidad un dominicano muerto durante las luchas de la Independencia o la Restauración.

No sería ocioso finalizar señalando que a pesar de mi agnosticismo me llevo bastante bien con los creyentes siempre y cuando no intenten catequesis alguna, y hasta cierto punto los admiro y envidio por creer sin jamás haber visto o sentido nada. Hay que tener una fe a toda prueba para estar de acuerdo con “la palabra diaria” escuchada hace poco por la emisora “Sonido suave”; decía así: “Gracias Señor por existir ya que así sabemos que no estamos solos en el mundo. A pesar de que somos muchos, tú llevas un registro personal de cada uno de nosotros”. Hay que tener una fe de carbonero para creer en esto.