Terraza de Bellas Artes. Bajo el cielo de Madrid

Gabinete Caligari nos legó, en una de sus canciones más conocidas en la década de los ochenta, un estribillo que llegó a convertirse en todo un himno a los bares,  esos lugares de referencia que todo español siente como su propia casa. Los cafés  las tabernas y restaurantes forman parte de quienes somos, de nuestra forma de vivir y de contemplar la existencia. Actualmente, sin embargo, se está produciendo en este país una profunda herida en nuestro paradigma relacional y muestra indiscutible de nuestra seña identitaria. Es este un pueblo que se vierte al exterior, que vive hacia afuera, que disfruta de sus terrazas en cualquier momento del año y que gusta de reunirse con los amigos en la calle y en los bares.En cierta forma, a partir de este último año y a causa de la pandemia que asola al mundo,  se ha generado un cambio, impuesto por la dinámica de aislamiento establecida para su control, que va transformando nuestros modelos de interacción con el entorno y que nadie se atreve aun a vaticinar si han llegado para quedarse. No hay persona, que no conozca bien este país, que pueda llegar a comprender hasta qué punto es vital para nosotros compartir cualquier momento con la familia, con los amigos o con ese el recién llegado al que obsequias una ruta por tu ciudad. Y ese modo de compartir, en nuestro ADN, se hace siempre en un bar con unas cañas y unas tapas o delante de un buen vino. El español es un buen bebedor de cerveza que apuesta por la suya, por aquella que se produce en su tierra, que elige el vino de su comarca, los productos de su huerta y su cocina de la que se siente orgulloso. Da igual a qué comunidad autónoma pertenezcas ni cual sea tu origen, el amor por los bares, o por sentarnos al aire libre a tomar algo nos hermana a todos nosotros. No hay la menor divergencia al respecto. Nuestro país sería un paraíso si cualquier acuerdo se tomara con los firmantes reunidos en torno a una mesa de cualquier hermosa plaza  y un camarero sirviera unas patatas bravas con el punto justo de picante y unas cañitas bien frías.

Calle Laurel de Logroño. La Rioja

En nuestro imaginario popular cualquier actividad, cualquier ocasión es buena para estar juntos y aquí estamos dispuestos casi siempre. España lo ensalza todo y es generosa pagando rondas a los amigos. Toda festividad y celebramos muchas,  el fin de semana, un día soleado e incluso uno gris se convierten en el momento perfecto para sentarse a exaltar la vida en compañía o para hacerlo solo con tu periódico o con el cuaderno que acompaña tus pasos. Escribe Juan Tallón, “El bar tiene algo, digamos, atmosférico, abrumador y feliz, sin contar la bebida. Cuanto menos selecto, a veces, mejor. Todos sabemos que, por momentos, la vulgaridad es una hamaca, y que la vida, después de todo, está compuesta de unos momentos por aquí, y unos momentos por allá. A continuación, te mueres. Si tienes mala suerte, ni siquiera te mueres. José Hierro fue, seguramente, el último gran poeta de bar. Sostenía que la poesía “sopla” dónde y cómo quiere, así que él se encerraba en el bar La Moderna, a dos pasos de su casa en Madrid. Porque los poemas surgen “al hilo del vivir”. No había que esperarlos con ceremonia, ni siquiera recibirlos en casa, sentado a una mesa de madera noble, o en un sofá orejero. Cualquier lugar, incluido el más vulgar y anodino, valía”

En este país de protocolo escaso el camarero es un amigo. El parroquiano, ocasional o no, que se sienta a tu lado puede ser tu mejor colega de esa tarde, si podemos pasar con él un buen rato y pegarnos una buena parrafada. Nos gusta hablar. Disfrutamos de un buen diálogo. Lo comentamos todo, lo discutimos todo y más si de política se trata. Nos gusta sentarnos a mirar a los paseantes en las terrazas, dejar que el tiempo trascurra pausado, hacer bromas, saludar con la mano a un conocido, besarnos dos veces las mejillas – una a cada lado-  nos gustan los abrazos encendidos y apretados que damos sin mucha ceremonia. Si a un español le quitas todas esas cosas que alegran su vida le robas parte de su esencia misma. Adoramos los bares atestados de gente, los de toda la vida. Aquellos en los que la existencia aprieta en espacio reducido, donde te arropa el calor y la cercanía de la gente que te rodea. Nos gustamos apiñados y levantando la voz para que el camarero logre escucharnos – y que sean dos champis y tres cervezas muy frías y en botella.

Nuestras cafeterías y bares, nuestros restaurantes, nuestras terrazas son más, infinitamente más que un simple lugar de ocio. Son hogar y referencia afectiva, esencia misma de nuestra cultura. Son uno de los motores económicos primordiales del país y todos somos muy conscientes de ello. Son y forman parte de nuestra propia idiosincrasia como grupo y nuestra forma de vivir. Si  un español piensa en ello es consciente de inmediato que desde su infancia ha acumulado en su memoria distintos rótulos que acompañan su historia. El Moderno, el Ibiza, el Gurugú,  el Tinín, ese bar de la esquina de tu calle donde tu padre jugaba al mus los domingos por la tarde. Más tarde y con el pasar del tiempo, cada uno de nosotros ha ido sumando nombres y elaborando una larga lista de bares y garitos en los que ha pasado largas horas y visto amanecer unas cuantas madrugadas. El español, mucho antes de que se inventaran los after, tomaba un chocolate con churros a las siete de la mañana para dar por terminada la noche y emprender la vuelta a casa para descansar. Solo unas horas más tarde podía estar listo para iniciar, a la una del mediodía, el vermut del fin de semana que a veces se alarga varias horas.

En este país no nos gusta festejar en la intimidad del hogar. Somos mediterráneos y por tanto extrovertidos y sociables. Queremos ser vistos y que nos vean, tomar al asalto las calles, pasearlas de día y de noche, pararnos en las esquinas, confraternizar siempre y en todo momento tanto en la alegría como en las penas, y consideramos que estas son siempre más soportables en compañía y delante de unas cervezas. Es esta España de cañas y vermú torero, de tascas y restaurantes,  de largos e interminables recorridos de un bar a otro sin que tus pies hagan raíz; es este país de placeres sencillos y al alcance de economías diversas el que ahora observa con profunda tristeza cómo se tambalean sus cimientos. Esperemos que los malos tiempos no den al traste con el placer de seguir como siempre haciendo patria en nuestras calles, felices de disfrutar la vida en compañía.  ¡Y que sean dos más, bien frías y esta vez en jarra!