Confesamos que el Donald Trump de la disputada campaña electoral estadounidense recién finalizada, no era santo de nuestra devoción.  Nos sentíamos aterrados –todavía temerosos– por el tono de su discurso racista y xenófobo; por el apoyo del ultraderechista Tea-Party y los enfermizos psicópatas integrantes del Ku-Klus-Klan; el prometido muro con México; la expulsión de once millones de inmigrantes indocumentados; su anunciada política exterior de tónica belicista y otras propuestas que en muchos sentidos lucían y siguen luciendo peligrosamente disparatadas.  Esto aparte, por sus denigrantes expresiones contra las mujeres; su homofobia; su descaradamente admitida evasión de impuestos en una sociedad donde es considerada un crimen mayor y el hecho de haberse declarado en bancarrota media docena de veces, lo que no deja de arrojar dudas sobre su proclamada habilidad empresarial.

No es que nos entusiasmara la candidatura de Hillary Clinton con su desgastada figura política; el frívolo e imprudente manejo de los e-mails oficiales desde su ordenador particular y los serios cuestionamientos sobre el manejo de la fundación que mantiene con su esposo, en particular en lo que concierne a los fondos de ayuda a Haití. Pese a ello entendíamos que era una opción más aceptable, aplicando la vieja norma que postula “de dos males, el menor”.

Se han señalado los más variados factores que habrían  influido en el resultado electoral, desde la periódica fatiga y cambios  de gobierno de demócrata a republicano y viceversa  que como norma casi automática  se reproduce en cada ciclo de dos períodos consecutivos; el descontento de la desplazada fuerza laboral menos diestra por la competencia de la más barata mano de obra extranjera y el subyacente sentimiento racista que todavía persiste en buena parte de la sociedad estadounidense hasta la explosiva personalidad y capacidad de comunicación de Trump que le otorga un carisma especial frente a la mucho más fría y académica de Hillary Clinton, que algunos críticos califican de “acartonada” y su discurso de cambio, el mismo que le dio la victoria a Obama en 2008 (“change” y “we can”), aunque como señala el agudo análisis de Carlos Alberto Montaner, en su caso, sea “un cambio hacia atrás”.

No faltaron también otros factores de última hora que no dejan de resultar sospechosos.  Uno de ellos, la recreación  que a escasos días de las elecciones, hizo el jefe del FBI de reconocida militancia republicana, sacando a la luz de nuevo los controversiales emails enviados por la Clinton desde su ordenador particular cuando era Secretaria de Estado, los cuales habían sido ya archivados sin consecuencias judiciales. 

También el no menos sospechoso proceder, haciéndole el juego a Trump, de  Julián Assange,  el hombre de los wikileaks, quien refugiado en la embajada londinense de Ecuador, ha estado evadiendo la reiterada citación de la justicia sueca para responder por alegado abuso sexual contra dos mujeres.  Adicionalmente, ahora las autoridades rusas admiten que estuvieron todo el tiempo en contacto con su campaña, algo que habían negado de manera categórica frente a las reiteradas denuncias del equipo de campaña de la Clinton.

Al margen de todos los diferentes argumentos y posibles causas que mencionan los analistas sobre el resultado  del evento y sin  cuestionar la validez de los mismos, cabe preguntar: ¿es la victoria electoral de Trump reflejo de una situación de generalizado descontento del pueblo norteamericano, como han planteado algunos? No olvidemos que la presidencia en los Estados Unidos es fruto de una elección de segundo grado, donde prima la cantidad de colegios electoras por sobre la suma total de sufragios de los votantes.   Trump gana la presidencia porque obtiene mayor cantidad de colegios electorales.  En cambio, a nivel nacional, su opositora le aventaja en más de 200 mil votos.  O sea, es mayor la cantidad de estadounidenses que votaron por ella.  Más por consiguiente que respaldo de mayoría a los planteamientos del magnate,  parece más apropiado hablar de polarización entre los partidarios del actual status y los que se oponen a el. 

Algo parecido, pero con mucha mayor diferencia ocurrió en las elecciones del 2,000, cuando el demócrata Al Gore, convertido ahora en ícono de la lucha a favor del medio ambiente,  obtuvo alrededor de 550 mil votos más a nivel nacional que George Bush…pero perdió el camino al Despacho Oval cuando este obtuvo 271 colegios electorales (uno más de los 270 requeridos) al ganar el estado de la Florida con apenas una diferencia de apenas 543 votos, que muchos consideran fueron obtenidos mediante una serie previa de turbias maquinaciones.  Pese al consejo de sus asesores, Gore desistió de disputar el resultado para no poner bajo cuestionamiento la institucionalidad del sistema.

Si la presidencia de los Estados Unidos se decidiese por el voto directo de los ciudadanos, como ocurre en muchos otros países democráticos,  hubiese sido desempeñada por Gore entonces y la señora Clinton, sería  la primera mujer en pasar  a dirigir   los destinos de la nación más poderosa del mundo por los próximos cuatro años.   En cambio, su derrota prácticamente la saca del juego político y la envía al retiro, marcando el fin de la “era Clinton”, donde ella y su esposo por mucho tiempo dejaron sentir su influencia en la vida pública del país y en el seno del Partido Demócrata, ahora abocado a buscar nuevos liderazgos, como antes había ocurrido con la familia Kennedy, aunque con un final mucho menos dramático que en el caso de esta.

Hacer predicciones por anticipado sobre el desempeño de Trump, una vez instalado en la Casa Blanca, tanto en el plano nacional como en el campo internacional, luce una apuesta un tanto arriesgada.  También sobre las posibles consecuencias para esta lado del Continente y en particular para nuestro país, donde las primeras opiniones sobre  su posible gestión van desde el exagerado optimismo del presidente del CONEP, Rafael Blanco Canto, afirmando que Trump no ejecutará “ni el diez por ciento de sus propuestas de campaña” hasta el mucho más cauto y prudente de Temístocles Montás quien advierte que todo dependerá de que sea consecuente con las mismas.  En tal caso  prevé que las relaciones con los Estados Unidos no resultarán tan armoniosas.

Ciertamente, como señala César Mella, en su columna dominical de “El Nacional” puede darse por seguro que el resultado de la elección marca el final de la presencia y gestión en el país del polémico embajador James Wally Brewster, cuya inexperiencia diplomática le llevó a adoptar posiciones que le dieron un sentido de arrogancia e ingerencismo a su actuación en más de una ocasión.  Queda por ver si su sustituto dispondrá de algún conocimiento en el campo de las relaciones exteriores o como en su caso y otros anteriores, su nombramiento responderá a una simple retribución a su activismo electoral y por consiguiente, nos tocará en suerte otra nueva versión del “americano feo”.

Al margen de toda consideración, hay que reconocer la tenacidad que mostró el controversial empresario que le permitió superar todos los obstáculos, inclusive la oposición que encontró dentro del propio Partido Republicano por parte de algunos de sus líderes más influyentes, disgustados por el tono de su discurso y su atípico accionar reñido con la tradicional disciplina partidaria.   Pero esta sola cualidad no es garantía de que necesariamente será un buen presidente. Otorgándole el beneficio de la duda, los resultados de su gestión quedan referido al tiempo, que pondrá a prueba si persiste en llevar adelante sus controversiales pronunciamientos de campaña, o por el contrario, va a proceder con  la madurez, flexibilidad y prudencia que exige no solo el ejercicio de la presidencia de la nación más rica y poderosa de la tierra, donde su triunfo está despertando tan evidentes manifestaciones de rechazo,  sino la responsabilidad en el desempeño del  liderazgo mundial que trae aparejada.