Salió apresurada de su casa. La estudiante nunca imaginó que encontraría la muerte ese mismo día, que se convertiría en víctima por resistir a su agresor. “Debió dejarse atracar”, gritaba su madre en las honras fúnebres pagadas por un “político”. Un disparo anuló su vida. Las cámaras de un “colmadón” grabaron los hechos. El vídeo, de unos 15 segundos, se hizo viral en las redes sociales, pero la “viralidad” duró poco porque unos memes faranduleros la opacaron. El poder de los medios de comunicación estaba agobiado por unos asuntos empresariales y estatales,  y la víctima pasó a ser una estadística criminal.

Pero la madre, una de esas madres solteras, insistió. El  presunto victimario fue identificado y apresado, era un joven de unos 19 años que había cumplido, en su adolescencia, una condena de 2 años por un conflicto con la ley penal. Parece que el tiempo de la condena por aquel hecho fue poco para poder reinsertarlo, positivamente, a la sociedad. La prisión preventiva como medida de coerción para el presunto agresor es el mandato de la política criminal, pero todo se desvaneció, repentinamente,  porque no tenía un abogado que lo defendiera.

Entonces, el sistema, imbuido en el respeto de los derechos fundamentales (como debe ser),  le brindó un defensor público como garantía de la tutela judicial efectiva y del debido proceso. Por cierto, unos defensores públicos con altísimos niveles de preparación y compromiso institucional, modelos a seguir en su entrega. Un año de prisión preventiva fue la decisión. La noticia no fue noticia, sólo algunos twitters solidarios de compañeros de la de la universidad de la occisa.

En el otro extremo, la madre rogaba a uno de los abogados del barrio que asumiera su representación en el caso porque el fiscal le había dicho, con orgullo,  que en realidad él no era su abogado sino el representante de toda la sociedad, que era un  funcionario del Ministerio Público y que debía dirigir la investigación con objetividad. La madre, quien recibía el apoyo económico de su única hija (quien era cajera en una empresa de promoción al vicio de la apuesta),  recurrió al empeño de sus enseres para pagar los honorarios profesionales, los “gastos del proceso” y unos “benditos sellos” que el abogado le dijo que tenía que cubrir porque si no “soltaban al muchacho”.

Durante dos años la madre asistió a todos los vaivenes del proceso penal. Para esa época,  ya vivía con una hermana que la auxilió moral y económicamente luego de aquella tragedia que le había agravado su enfermedad. Hasta que, por fin, una mañana lluviosa de octubre y con una sala de audiencias inundada de agua por unas filtraciones de la vetusta edificación judicial,  se dictó sentencia: 20 años de cárcel y una indemnización en daños y perjuicios de 5 millones de pesos a la madre de la víctima. “Dios es justo” se escuchó en el tribunal.

El condenado pasó a cumplir los 20 años en uno de los recintos carcelarios del nuevo modelo penitenciario (referencia internacional de cómo se deben hacer las cosas bien), además,  con el recelo defensor de un juez de ejecución de la pena que vela, como guardián,  por sus derechos constitucionales. Ese sistema penitenciario, como debe ser, le permitió al  condenado aprender varios oficios técnicos, obtener varios reconocimientos deportivos y graduarse de una profesión. Habían pasado 12 años.

Para la madre el tiempo se detuvo con el último respiro de su procreación, nunca transcurrió un segundo desde su muerte. Nada paliaba su dolor, ni siquiera la sentencia.  No obstante, algún familiar se había frotado las manos con la cuantiosa suma de dinero como reparación a los daños materiales y morales que otorgaba la decisión del juez. “Hay que pelear eso, prima. Ese dinero no se puede perder”, le exigían familiares en una reunión con representantes legales. Ella siempre argumentaba que su hija no tenía precio, que lo mercurial no le devolverá su sonrisa.

Olvidaban los ambiciosos e ilusos la insolvencia del condenado. “La indemnización civil simplemente no puede ser materializada porque no tendría como pagarla”, les dijo un abogado que le habían recomendado en la Parroquia. “Pues que pague con cárcel, que se pudra en esas cuatro paredes”, expresó uno de los consanguíneos. El togado, de vocación católica, les aclaró que, lamentablemente, la Constitución establece que no hay apremio corporal, o sea, prisión, por deuda civil como es la condena de los 5 millones de pesos. Y que en ocho años, aunque no pague, saldría libre.

Pues que pague el Estado”,  se escuchó decir. El jurista advirtió que en este país no existe la indemnización estatal, lo que algunos países llaman los fondos de compensación estatales, como parte de la seguridad social,  para paliar las necesidades económicas de las víctimas de delitos violentos cuando no aparece el victimario o cuando el mismo es insolvente. “Así es el sistema”, sentenció.

5 años después murió la madre. En sus últimos 17 años le quedó el desaliento de una tortuosa e incompleta justicia penal que le impuso un castigo moral y social aún mayor que el establecido al que mató a su hija.  Cuentan que 15 años después, un defensor de los derechos de las víctimas, publicó una obra titulada “¿Y la víctima? Muy bien, gracias”,  que se convertía en una referencia obligada para los estudiosos de la victimología, y que el autor, irónicamente, en un país caribeño, había cumplido dos sentencias penales de 2 y 20 años, respectivamente.