Días pasados estuve conversando con una talentosa periodista sobre la violencia que está afectando a nuestro país. Específicamente conversamos sobre los feminicidios, denominación que hace referencia a cuando un hombre ha dado muerte a una mujer. El concepto violencia doméstica y de género se ha sido construido sobre la premisa de que un hombre cometa actos violentos que lesionen la salud física, psíquica y mental de su pareja o viceversa. Desde el humilde, no necesariamente infalible y humano prisma de esta servidora, el término violencia de género o doméstica aísla, separa, segrega y segmenta la raíz de un gran árbol cuyas ramificaciones son tan profundas, tan hondas, y peor, invisible a nosotros, lo cual dificulta que el tema se asuma y se enfrente de manera efectiva, combatiéndola desde dos escenarios: el que sucede en este momento, que se traduce en cifras que crecen cada día más, y el de la prevención.

Si intentamos definir el concepto violencia, veremos que se trata de un acto donde intervienen la fuerza y el poder y hay un sujeto en posición de desventaja frente a esas dos variables. Atención: si hay poder y fuerza y la parte que la posee hace uso de esas cualidades en detrimento de la otra, ya se gestó una situación de violencia, incluso si esta pasa inadvertida, insospechada y no fue intencionada. El primero puede tener o no el propósito de causar daño, o bien el daño puede no ser percibido por la otra parte, y seguirá siendo violencia. Aquí sucede algo interesante, pues muchas actos cotidianos que se dan en la danza relacional entre hombres y mujeres, y entre iguales, o sea, mujer-mujer, hombre-hombre, están matizados por una violencia normalizada, estructural, asumida y aceptada como una característica propia de nuestra gente. Sobre esta dinámica se va tejiendo el hilo que muchas veces termina en un asesinato.

La violencia también está presente cuando el curso de un evento es interrumpido o alterado con el fin de que sea de forma diferente, siempre atendiendo a los deseos del que tiene más poder; en este punto interviene la educación, el aprendizaje por imitación, y otros. Una gran diversidad de actos sutiles, pequeños, repetidos por generaciones una y otra vez, hoy son el colchón sobre el que está tirado el cuerpo de una mujer a la cual le han apuñalado innúmeras veces. Si el asesinato de esa mujer fuera un mantel tejido, podríamos tomar su cuerpo por donde termina, y empezar a deshilachar y yo le aseguro a usted que haríamos un recorrido angustioso y largo de situaciones, palabras, omisiones, hechos, personas, prohibiciones, costumbres, imposiciones, decisiones que cronológicamente se alejan de su muerte, pero que de manera sustancial tiene todo y mucho qué ver con su fatal desenlace.

El martes pasado estaba dando la cena a mi hija, la avena estaba deliciosa, decía, pero luego de tres cucharadas se negó a seguir comiendo. Cerró la boca y no hubo moriqueta posible que lograra que la abriera. Yo estaba agotada por el día, así que no iba a hablar mucho. Tomé la bandeja y guardé lo que quedó en la nevera. Ella dijo, con la tranquilidad del que acepta su destino: -Yo sé que me darás con la correa.- Mantuve silencio y ella insistió: -Tú eres la mamá y sé que de darás con la correa. Me dirigí a ella con mirada neutra y seria y le dije: – No, no voy a convencerte de terminar la avena a base de un correazo-. Luego de apagar la televisión y ordenarle dormir, me quedé pensando en lo que dijo: "Tú eres la madre y sé que me darás con la correa". Vale decir que yo no corrijo a mi hija con golpes, sin embargo, la relación de poder era más que obvia para ella, y la idea de que yo tenía derecho a pegarle si no hacía lo que le ordenaba, estaba cocinada y servida en su cabecita. Imagine esa idea convertirse en praxis día por día, creciendo, alimentándose y reforzándose. Para dimensionar el escenario que sugiero, solo cambie la figura significativa de poder por un padre, novio, esposo, tutor o alguna otra figura, y vaya usted a imaginar cuántas cosas puede aguantar una mujer solo porque aprendió a convencerse de que lo que le ocurre es lo que se merece, que "las cosas son así" y peor aún: que la culpa es de ella. De paso, tome tiempo extra para imaginar la cantidad de ideas equivocadas y enfermas que aprende un hombre desde su edad más tierna sobre la relación con la mujer.

En el mismo instante en que una madre le grita a su pequeño: -¡mira! suelta esa muñeca que eso es de mujeres y de mariconcitos…- está torciendo el curso natural de desarrollo de un niño que está, primero que todo, explorando el mundo con sus manos, tocando y sintiendo texturas, aprendiendo por medio del juego; no necesariamente ve una muñeca, pero dos o tres gritos más serán suficientes para que el niño empiece una construcción mental incorrecta. Dicha construcción se interioriza en el menor de forma violenta, por que, además, la manera de ordenar, corregir y educar de muchas y padres es por medio del grito, entonces otra construcción germina en la mente del niño: me comunico por medio del grito, (y el grito es violencia). Luego, algún manotazo extra y de seguro el niño aprenderá a segmentar: cosas de niños, cosas de niñas; no son párvulos jugando, sino niños jugando con estos juegos que no son de niñas y niñas jugando con cosas de niñas; objetos que, para alimentar la relación de poder, la colocan en rol sumiso, quieto, tierno y afectivo. En tanto que las pistolas, los camiones, los tractores, son para el varoncito. Como bono extra, el niño también aprende un estilo de comunicación violento, basado en el insulto  y el grito.

La separación entre hombres y mujeres a tan temprana edad es otra forma de violencia. No son personas, son varón y hembra. Esto empieza desde el primer día en que salen de la panza o vagina de la madre: Azul para los niños y rosa para las niñas. Luego siguen los juguetes, los tonos de voz, el uso de alguna que otra palabra, la edad para aprender a manejar, la hora de la llegada a la casa en la noche, la determinación que exhiben algunas niñas, lo cual no es bien visto, o la sensibilidad y delicadeza que manifiestan algunos varones, siendo víctima fácil de hostigamiento por parte de amiguitos y hasta de los mismos familiares, porque el varón debe ser bien macho y la niña delicada.

Todo lo anterior, y más, está perfectamente entrelazado. No nos educan para vernos como personas, como seres humanos iguales en derechos y obligaciones. Somos hombres y mujeres. Y el uno deberá poseer, conquistar o hacer que el otro le pertenezca. La violencia contra la mujer esta insertada y estructurada en nuestro ADN social. Y a la mujer se le debe respetar porque es persona, no porque sea mujer. Lo mismo ocurre con el hombre, hay que respetarlo por ser persona, no porque justo por ello se le deba obediencia a costa de evitar pagar un precio. Esta división, en mi opinión nada sutil, entre lo que deberían ser pares que se complementan es un foco invisible donde germina todo este mal social. Es la misma división que orilla a la mujer a pedir disculpas ¡por todo¡ mientras que al hombre todo o casi todo se le excusa. Toda violencia germina y se desarrolla en formas diferentes pero su génesis es el mismo: la inequidad, pobreza y mala educación. No importa cuántos apellidos le pongan, como haciendo lucir que dominan muy bien el tema, eso de nada vale, al contrario, distrae las estadísticas de forma complaciente y confunde.

Si usted quiere ver la mayor manifestación de violencia, esta vez engendrada desde las propias instituciones llamadas a velar para la ciudadanía, observe como el Estado violenta el derecho fundamental de las mujeres de decidir por ellas mismas qué hacer con su cuerpo. Convirtiendo la especie en un elemento político que demanda castigo a la víctima y que excusa por completo al hombre, como ocurre actualmente con el tema de la prohibición del aborto. De esta forma, el Estado se convierte en el asesino de mujeres por excelencia al propiciar instancias en las que muchas pierden la vida al no tener más opción que acudir al aborto clandestino. Amén de que no se hace cargo de una verdadera educación sexual y se deja mangonear por una Iglesia que se quedó atrapada en el siglo 19.

La simiente de la violencia que hoy carcome cada esquina de nuestra patria, germina en la pobreza, en la desigualdad de derechos y deberes, en la injusticia, la inequidad, la falta de salud, la pobre educación ofrecida a nuestros niños, niñas, jóvenes y adolescentes, si no me cree, busque las estadísticas y confirme en cual segmento de la población se repiten más estas desgracias. Ya no hacen falta más seminarios para estudiar las cifras que cada vez supuran más sangre, el país no necesita un taller más para hablar del tema, gastar millones en otra campaña más es igual da lo mismo. Puede que en este mismo instante en que redacto estas líneas, una mujer esté siendo asesinada por su pareja y eso solo se combate de manera preventiva con educación, concienciación y en lo actual, para mitigar las escandalosas cifras, con un sistema integral de justicia que se haga cargo de manera verdaderamente seria del problema y que de paso, y menos importante, se empleen los millones destinados a campañas, en asistir a tanto niño violentado al ver como matan a su madre ante sus ojos y luego el padre hace lo propio con su vida.