La venganza tiene a veces un sabor metafísico, íntimo, personal, puede no suceder en tiempo real, pero en tu interior acontece de tal modo que lo puedes palpar. Fui desde muy joven un desastre con las matemáticas. No podía establecer conexión ni asociación alguna con la lógica numérica, por lo que una vez pasé por la amarga experiencia de hacer el ridículo en pleno salón de clase ante una operación bastante sencilla. El profesor se mofó inmisericordemente de mi torpeza. Sudaban mis manos, miraba a mis compañeros de aula como si yo estuviera en un escenario incapaz de articular un discurso. El tiempo que estuve sobre esa tarima me pareció infinito. Al final una niña que se sentaba al lado de mi pupitre se levantó, llegó hasta el pizarrón y resolvió el problema en tan solo un minuto. Volteé el rostro buscando la cara del profesor y vi en sus facciones la satisfacción de haberme hecho pasar por tan embarazoso momento.
Decía en un principio que la venganza tiene un sabor muy personal. Cualquier persona la puede arreglar de tal modo en su interior que solo ella misma sabe que se lleva a cabo. Después de aquel instante yo me retiré a mi asiento, el último de la fila; el profesor consciente de su éxito sobre mí, decidió copiar una tarea en el pizarrón. Como no alcanzaba a escribir en lo más alto del tablero verde tomó una silla muy frágil y subió su pesado cuerpo sobre ella. Le veía casi danzar mientras ordenaba una hilera de números en forma de jeroglíficos algebraicos. Yo, por mi lado, organizaba mi venganza. Miraba sus pies, el frágil apoyo que lo sostenía y entonces en un descuido le vi resbalar, buscar con su mano velluda una cuerda imaginaria donde sostenerse; en los breves segundos en que pudo mirar al resto de los alumnos antes de llegar al suelo, alcanzó a ver en mi rostro cuánto me regocijaba verle caer. Todo sucedía en mi interior, nadie más se percataba de esta estrepitosa y ridícula caída, solo yo era dueño de esta venganza. Todavía hoy cuando la recuerdo le veo rodar. Rodar sin fin.