El compañero Moro se inventó una isla que llamó Utopía (lugar que no existe o lugar bueno), una isla de lo más moderna, modernísima, en forma de “luna creciente”, creada en parte por órdenes superiores del rey Utopo que “hizo cortar un istmo de quince millas” que la unía al continente y “logró que el mar la rodease totalmente”. En su parte más ancha se extiende por “doscientas millas”, tiene un puerto maravilloso “a manera de un lago apacible” que ofrece a las embarcaciones “un refugio muy bien acomodado” y protegido en grado extremo por “bancos de arena” y “escollos disimulados” que “ponen espanto al que pretendiera entrar como enemigo”. Además, “Casi en el centro de este espacio existe una gran roca, en cuya parte superior han construido un fortín, y en el que existe un presidio.” La capital está en medio de la isla, equidistante de las “cincuenta y cuatro grandes y magníficas ciudades. Todas ellas tienen la misma lengua, idénticas costumbres, instituciones y leyes. Todas están construidas sobre un mismo plano, y todas tienen un mismo aspecto, salvo las particularidades del terreno. La distancia que separa a las ciudades vecinas es de veinticuatro millas. Ninguna, sin embargo, está tan lejana que no se pueda llegar a ella desde otra ciudad en un día de camino”.
El compañero Moro, Sir Tomás Moro (1478-1535), inventó una isla que llamó Utopía en la que reina un régimen socialista o más bien maoísta, a juzgar por la vestimenta, pero con elecciones libres. Se adelantó de esta manera varios siglos al compañero Marx. (La invención de Moro y “La invención de Morel” son geniales).
Dice Keith Watson que “En el campo de la ciencia política, tanto los liberales como los socialistas atribuyen a Tomás Moro la paternidad de algunas de sus ideas. Hasta en el Kremlin había una sala dedicada a Tomás Moro, por su supuesta adhesión al ideal político del comunismo”.
De hecho, el compañero Moro redactó una especie de “Premanifiesto comunista”, una crítica feroz a la sociedad de su época, de cualquier época:
“Cuando contemplo el espectáculo de tantas repúblicas florecientes hoy en día, las veo —que Dios me perdone—, como una gran cuadrilla de gentes ricas y aprovechadas que, a la sombra y en nombre de la república, trafican en su propio provecho. Su objetivo es inventar todos los procedimientos imaginables para seguir en posesión de lo que por malas artes consiguieron. Después podrán dedicarse a sacar nueva tajada del trabajo y esfuerzo de los obreros a quienes desprecian y explotan sin riesgo alguno. Cuando los ricos consiguen que todas estas trampas sean puestas en práctica en nombre de todos, es decir, en nombre suyo y de los pobres, pasan a ser leyes respetables.
Pero estos hombres despreciables que con su rapiña insaciable se apoderan de unos bienes que hubieran sido suficientes para hacer felices a la comunidad, están bien lejos de conseguir la felicidad que reina en la república utopiana. Allí la costumbre ha eliminado la avaricia y el dinero, y con ellos cantidad de preocupaciones y el origen de multitud de crímenes. Pues todos sabemos que el engaño, el robo, el hurto, las riñas, las reyertas, las palabras groseras, los insultos, los motines, los asesinatos, las traiciones, los envenenamientos son cosas que se pueden castigar con escarmientos, pero que no se pueden evitar. Por el contrario las elimina de raíz la desaparición del dinero que elimina al mismo tiempo el miedo, la inquietud, la preocupación y el sobresalto. La misma pobreza que parece que se basa en la falta de dinero, desaparece desde el momento en que aquel pierde su dominio.”
La obra en la que describe la isla y el régimen político la escribió en latín y el título es kilométrico: “Libellus . . . De optimo reipublicae statu, deque nova insula Utopiae ( Libro Del estado ideal de una república en la nueva isla de Utopía)”. Por suerte pasó a la historia con un nombre más corto, simplemente “Utopía”. Una de las grandes obras del ingenio político-literario. Pero en realidad Moro escribió dos “Utopía”, o por lo menos una segunda y una primera parte, un libro segundo y un libro primero, y lo digo en ese orden porque -según los entendidos- Moro escribió el segundo antes que el primero en 1915, y el primero en 1916. Y además el libro que circula con el título “Utopía” es a veces el libro segundo.
“Utopía” está inspirado supuestamente “en las narraciones fantásticas que Américo Vespucio realizó del Nuevo Mundo”, pero hay poco de fantástico en las disertaciones económicas, políticas, filosóficas del primer libro, en el llamado “Diálogo del eximio Rafael Hitlodeo sobre la mejor forma de comunidad política. Por el ilustre Tomás Moro, ciudadano y sheriff de Londres, ínclita ciudad de Inglaterra”.
Es aquí donde el compañero Moro, o su alter ego Hitlodeo, elabora la parte más jugosa de su “Premanifiesto comunista”, basado en ideas del cabeza caliente de Platón, un auténtico disociador:
“Ya Platón explica con una bella comparación los motivos que alejan a los sabios de los asuntos públicos. Suponed que están viendo cómo la gente pasea por calles y plazas bajo una lluvia incesante. Por más que gritan no logran convencerles de que se metan en sus casas y se aparten del agua. Salir ellos mismos a la calle no conseguiría nada, sino mojarse ellos también. ¿Qué hacer entonces? En vista de que no van a poner remedio a la necedad de los otros, optan por quedarse a cubierto, defendiendo al menos su seguridad.
De todos modos, mi querido Moro, voy a decirte lo que siento. Creo que donde hay propiedad privada y donde todo se mide por el dinero, difícilmente se logrará que la cosa pública se administre con justicia y se viva con prosperidad. A no ser que pienses que se administra justicia permitiendo que las mejores prebendas vayan a manos de los peores, o que juzgues como signo de prosperidad de un Estado el que unos cuantos acaparen casi todos los bienes y disfruten a placer de ellos, mientras los otros se mueren de miseria.Por eso, no puedo menos de acordarme de las muy prudentes y sabias instituciones de los utopianos. Es un país que se rige con muy pocas leyes, pero tan eficaces, que aunque se premia la virtud, sin embargo, a nadie le falta nada. Toda la riqueza está repartida entre todos. Por el contrario, en nuestro país y en otros muchos, constantemente se promulgan multitud de leyes. Ninguna es eficaz, sin embargo. Aquí cada uno llama patrimonio suyo personal a cuanto ha adquirido. Las mil leyes que cada día se dictan entre nosotros no son suficientes para poder adquirir algo, para conservarlo o para saber lo que es de uno o de otro. ¿Qué otra cosa significan los pleitos sin fin que están surgiendo siempre y no acaban nunca?
Cuando considero en mi interior todo esto, más doy la razón a Platón. Y menos me extraña que no quisiera legislar a aquellas ciudades que previamente no querían poner en común todos sus bienes. Hombre de rara inteligencia, pronto llegó a la conclusión de que no había sino un camino para salvar la república: la aplicación del principio de la igualdad de bienes. Ahora bien, la igualdad es imposible, a mi juicio, mientras en un Estado siga en vigor la propiedad privada. En efecto, mientras se pueda con ciertos papeles asegurar la propiedad de cuanto uno quiera, de nada servirá la abundancia de bienes. Vendrán a caer en manos de unos pocos, dejando a los demás en la miseria. Y sucede que estos últimos son merecedores de mejor suerte que los primeros. Pues estos son rapaces, malvados, inútiles; aquellos, en cambio, son gente honesta y sencilla, que contribuye más al bien público que a su interés personal.
Por todo ello, he llegado a la conclusión de que si no se suprime la propiedad privada, es casi imposible arbitrar un método de justicia distributiva, ni administrar acertadamente las cosas humanas. Mientras aquella subsista, continuará pesando sobre las espaldas de la mayor y mejor parte de la humanidad, el angustioso el inevitable azote de la pobreza y de la miseria.”.
Como dice la gran poesía de la Biblia, nada nuevo hay bajo el sol.