El compañero Moro, Sir Tomás Moro, describe en el segundo libro de la obra que llamamos “Utopía” (el que escribió primero), un régimen político y una isla donde todas las casas son más o menos iguales y los ciudadanos las intercambian “cada diez años por sorteo”, las vestimentas son más o menos iguales, las jornadas de trabajo están reglamentadas, “son de seis horas”, “dedican ocho al sueño y las horas libres como deseen, pero son estimulados a realizar actividades que desarrollan la creatividad y la inteligencia”, la propiedad privada no existe, “Los habitantes se consideran más agricultores que propietarios…. realizan por turnos las labores agrícolas”, “No dejan que las gallinas incuben los huevos. Someten a estos a una especie de calor constante que los vitaliza y empolla”, la población se rige por un sistema democrático, los gobernantes son elegidos anualmente, y existe, entre tantas otras cosas bellas, libertad religiosa y plena tolerancia y vocación pacifista.
Las ideas más radicales figuran, como se dijo anteriormente, no en el segundo sino en el primer libro, en el “Diálogo del eximio Rafael Hitlodeo sobre la mejor forma de comunidad política”.
Así, por ejemplo, como cuando habla sobre la pena de muerte que se inflige a los ladrúnculos:
“La casualidad me hizo encontrar, un día en que estaba comiendo con el cardenal, a un laico versado en nuestras leyes. Este comenzó, no sé a qué propósito, a ponderar la dura justicia que se administraba a los ladrones. Contaba complacido cómo en diversas ocasiones había visto a más de veinte colgados de una misma cruz. No salía de su asombro al observar que siendo tan pocos los que superaban tan atroz prueba, fueran tantos los que por todas partes seguían robando.
-No debes extrañarte de ello -me atreví a contestarle delante del Cardenal-: semejante castigo infligido a los ladrones ni es justo ni útil. Es desproporcionadamente cruel como castigo de los robos e ineficaz como remedio. Un robo no es un crimen merecedor de la pena capital. Ni hay castigo tan horrible que prive de robar a quien tiene que comer y vestirse y no halla otro medio de conseguir su sustento. No parece sino que en esto, tanto en Inglaterra como en otros países, imitáis a los malos pedagogos: prefieren azotar a educar. Se promulgan penas terribles y horrendos suplicios contra los ladrones, cuando en realidad lo que habría que hacer es arbitrar medios de vida. ¿No sería mejor que nadie se viera en la necesidad de robar para no tener que sufrir después por ello la pena capital?”
O bien cuando se queja de las ovejas que se comen a los hombres:
-Hay, además, otras causas del robo. Existe otra, a mi juicio, que es peculiar de vuestro País (Inglaterra).
-¿Cuál es? —preguntó el Cardenal.
-Las ovejas —contesté— vuestras ovejas. Tan mansas y tan acostumbradas a alimentarse con sobriedad, son ahora, según dicen, tan voraces y asilvestradas que devoran hasta a los mismos hombres, devastando campos y asolando casas y aldeas. Vemos, en efecto, a los nobles, los ricos y hasta a los mismos abades, santos varones, en todos los lugares del reino donde se cría la lana más fina y más cara. No contentos con los beneficios y rentas anuales de sus posesiones, y no bastándoles lo que tenían para vivir con lujo y ociosidad, a cuenta del bien común -cuando no en su perjuicio- ahora no dejan nada para cultivos. Lo cercan todo, y para ello, si es necesario derribar casas, destruyen las aldeas no dejando en pie más que las iglesias que dedican a establo de las ovejas. No satisfechos con los espacios reservados a caza y viveros, estos piadosos varones convierten en pastizales desiertos todos los cultivos y granjas.
Para que uno de estos garduños —inexplicable y atroz peste del pueblo— pueda cercar una serie de tierras unificadas con varios miles de yugadas, ha tenido que forzar a sus colonos a que le vendan sus tierras. Para ello, unas veces se ha adelantado a cercarlas con engaño, otras les ha cargado de injurias, y otras los ha acorralado con pleitos y vejaciones. Y así tienen que marcharse como pueden hombres, mujeres, maridos, esposas, huérfanos, viudas, padres con hijos pequeños, familias más numerosas que ricas, pues la tierra necesita muchos brazos.”
Sobre la pena de muerte es particularmente incisivo y reiterativo:
“ -Mi última convicción, Santísimo Padre -le dije yo- es que es totalmente injusto quitar la vida a un hombre por haber robado dinero. Pues creo que la vida de un hombre es superior a todas las riquezas que puede proporcionar la fortuna. Si a esto se me responde que con ese castigo se repara la justicia ultrajada y las leyes conculcadas y no la riqueza, entonces diré que, en tal caso, el supremo derecho es la suprema injusticia. Porque las leyes no han de aceptarse como imperativos manlianos, de forma que a la menor transgresión haya que echar mano de la espada. Ni los principios estoicos hay que tomarlos tan al pie de la letra que todas las culpas queden homologadas, y no haya diferencia entre matar a un hombre o robarle su dinero. Estas dos cosas, hablando con honradez, no tienen ni parecido ni semejanza.”
Este noble pensamiento es bueno tenerlo presente por lo que se verá en una próxima entrega sobre la vida del gran humanista.
El compañero Moro, Sir, Tomás Moro, ganó inmensa fama con una obra en la que expone el más radical e incisivo conjunto de ideas de la época, de muchas épocas, un conjunto de ideas que sacudió la opinión de su tiempo y causa todavía asombro y visceral rechazo, adhesión, admiración o rechazo sin posibilidad de medias tintas.
Santo Tomás Moro ganó la santidad defendiendo heroicamente a la iglesia católica, al papa y sobre todo sus irrenunciables principios frente al despótico y erotómano Enrique VIII, (un personaje que mi amigo Avelinus admira casi tanto como a Rodrigo Borgia). También la iglesia anglicana lo considera un santo, un mártir, un héroe cristiano. Pero Santo Tomás Moro tenía la mano pesada.
Esa es otra historia.